lunes, 28 de marzo de 2016

El laberinto



Desde el fondo del laberinto los dioses nos miraban tristes. Abrimos la puerta a la gran manada y corrieron los dioses con un tibio bramido por los campos. Así escogimos al mejor, al más robusto, al más bello entre todos, y lo sacrificamos en holocausto. El suceso corrió de boca en boca. Cayeron Palmira, Babilonia, Troya. Hubo matanzas colectivas en lejanas ciudades. Noé se apresuró a largar amarras con su muestra anacrónica de especies animales. Bajo una lluvia tenaz de cuarenta días y cuarenta noches arreamos sin tregua el rebaño divino hasta la escondida entrada del laberinto. Desde el fondo los dioses nos miran sin comprender, pues no saben cuál de ellos será el próximo.



José Ángel Valente. El inocente, 1970. En Punto cero. Poesía 1953 – 1979. Seix Barral, 1980.

Imagen: Francis Bacon. Tres estudios para figuras en la base de la crucifixión, 1944.

sábado, 26 de marzo de 2016

Somos



Somos

los que profieren la blasfemia

en el silencio perfumado del templo

a la hora tozuda del crepúsculo. 


Somos

los que no se descubren la cabeza

ni hincan la rodilla al pie de las escalinatas

temblorosas de la mañana. 


Somos

los que no piden compasión y sí piden cuentas,

la piedra del escándalo

en medio del camino ancho y recto que atraviesa la llanura sin horizonte. 


Somos

los que se vuelven y se plantan, y miran a los ojos

mientras con el pie trazan en el suelo la raya definitiva. 


Somos

los que dicen NO como una afirmación hacia adelante. 


Somos

aquí y ahora.




Conrado Santamaría. De vivos es nuestro juego. Ruleta Rusa Ediciones, 2015.

martes, 22 de marzo de 2016

No lo olvides



No lo olvides.


Se trata de ser invencibles.


No invisibles, como nos quieren ellos.


Invencibles.


No lo olvides.






Iosu Moracho. La utopía tiene los pies descalzos. Amargord, 2016.

Imagen: Bruce Davidson. Londres, 1960.

domingo, 20 de marzo de 2016

CAMPO DE CONCENTRACIÓN (Burgos, 1938)



Parece que, efectivamente,

lo peor era el frío

en aquellas tierras altas del norte,

áridas y sombrías,

donde la primavera empieza en junio.

Al menos, eso opinó después Francisco,

que también se quejaba del hambre.

“Comíamos” –decía–

“serrín mojado en agua,

cuero reblandecido,

todo lo masticable lo comíamos,

el hambre es mal asunto…”

                                                           Y sonreía.

Hablaba poco de eso.

La historia de su ex-ojo izquierdo

no pudo silenciarla

porque era demasiado evidente

aquella cuenca roja y deformada

como una cicatriz todavía abierta

llorando por su cuenta todo el día.

De sus palabras dedujimos

–fue un relato confuso,

hablaba como avergonzado, ansioso

de sonreír de nuevo–

que un guardián derribó de un puñetado

al tal Francisco, y luego

intentó golpearle

con la culata del fusil,

pero le dio a una piedra

y de rebote le vació el ojo.

“Esas cosas pasaban diariamente”.

                                                                       Y sonreía

–aunque la cuenca proseguía su llanto–,

disculpándose a él, al guardia, a todos.


Cumplidos siete años de condena,

de vuelta a su ciudad,

recuperó su empleo de auxiliar de banca,

y hablaba poco o nada del pasado.

Le entusiasmaba el fútbol

y de eso sí charlaba a cualquier hora.

Incluso iba al estadio los domingos

–“como en tiempos normales”, comentaba

frotándose las manos–

a animar a su equipo,

que entonces militaba

en la Segunda División de Liga.


Encontró una pensión

barata. Su cuñada,

la viuda de su hermano,

le lavaba la ropa

y lo invitaba a merendar algunas tardes

–según las malas lenguas,

lo invitaba a algo más que a chocolate.


Heredó de su hermano,

además de esos pálidos rescoldos

de un imposible hogar,

dos o tres trajes en buen uso,

unas gafas ahumadas,

un mechero,

y el reloj de pulsera (lo que más estimaba).

A veces bebía vino con amigos

de antes de la guerra.

En esas ocasiones

mostraba un optimismo desusado,

canturreaba incluso antiguas habaneras.

(En cambio,

aquella especie de cicatriz roja,

estimulada por el vino,

derramaba más lágrimas que nunca).

Si miraba el reloj,

una inconsciente asociación de ideas

lo ponía melancólico;

se cambiaba la lágrima de ojo,

suspiraba y decía:

“Mi pobre hermano”

–había muerto de un tiro en un combate–

“no tuvo tanta suerte como yo”.


Nunca supe en el fondo si hablaba de verdad

o quería simplemente consolarse a sí mismo.




Ángel González. 101 + 19 = 120 poemas. Visor, 2000.

Imagen: Reclusos en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, Burgos.