domingo, 20 de marzo de 2016

CAMPO DE CONCENTRACIÓN (Burgos, 1938)



Parece que, efectivamente,

lo peor era el frío

en aquellas tierras altas del norte,

áridas y sombrías,

donde la primavera empieza en junio.

Al menos, eso opinó después Francisco,

que también se quejaba del hambre.

“Comíamos” –decía–

“serrín mojado en agua,

cuero reblandecido,

todo lo masticable lo comíamos,

el hambre es mal asunto…”

                                                           Y sonreía.

Hablaba poco de eso.

La historia de su ex-ojo izquierdo

no pudo silenciarla

porque era demasiado evidente

aquella cuenca roja y deformada

como una cicatriz todavía abierta

llorando por su cuenta todo el día.

De sus palabras dedujimos

–fue un relato confuso,

hablaba como avergonzado, ansioso

de sonreír de nuevo–

que un guardián derribó de un puñetado

al tal Francisco, y luego

intentó golpearle

con la culata del fusil,

pero le dio a una piedra

y de rebote le vació el ojo.

“Esas cosas pasaban diariamente”.

                                                                       Y sonreía

–aunque la cuenca proseguía su llanto–,

disculpándose a él, al guardia, a todos.


Cumplidos siete años de condena,

de vuelta a su ciudad,

recuperó su empleo de auxiliar de banca,

y hablaba poco o nada del pasado.

Le entusiasmaba el fútbol

y de eso sí charlaba a cualquier hora.

Incluso iba al estadio los domingos

–“como en tiempos normales”, comentaba

frotándose las manos–

a animar a su equipo,

que entonces militaba

en la Segunda División de Liga.


Encontró una pensión

barata. Su cuñada,

la viuda de su hermano,

le lavaba la ropa

y lo invitaba a merendar algunas tardes

–según las malas lenguas,

lo invitaba a algo más que a chocolate.


Heredó de su hermano,

además de esos pálidos rescoldos

de un imposible hogar,

dos o tres trajes en buen uso,

unas gafas ahumadas,

un mechero,

y el reloj de pulsera (lo que más estimaba).

A veces bebía vino con amigos

de antes de la guerra.

En esas ocasiones

mostraba un optimismo desusado,

canturreaba incluso antiguas habaneras.

(En cambio,

aquella especie de cicatriz roja,

estimulada por el vino,

derramaba más lágrimas que nunca).

Si miraba el reloj,

una inconsciente asociación de ideas

lo ponía melancólico;

se cambiaba la lágrima de ojo,

suspiraba y decía:

“Mi pobre hermano”

–había muerto de un tiro en un combate–

“no tuvo tanta suerte como yo”.


Nunca supe en el fondo si hablaba de verdad

o quería simplemente consolarse a sí mismo.




Ángel González. 101 + 19 = 120 poemas. Visor, 2000.

Imagen: Reclusos en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, Burgos.

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