sábado, 31 de marzo de 2018

Un canto


Un canto.

                        Quisiera un canto

que hiciese estallar en cien palabras ciegas

la palabra intocable.

                                   Un canto.

Mas nunca la palabra como ídolo obeso,

alimentado

de ideas que lo fueron y carcome la lluvia.


La explosión de un silencio.


Un canto nuevo, mío, de mi prójimo,

del adolescente sin palabras que espera ser nombrado,

de la mujer cuyo deseo sube

en borbotón sangriento a la pálida frente,

de éste que me acusa silencioso,

que silenciosamente me combate,

porque acaso no ignora

que una sola palabra bastaría

para arrasar el mundo,

para extinguir el odio

y arrastrarnos.


El equilibrio de una sola hoja

viva sobre la nieve,

la duración fugaz de los otoños,

el sueño indefinido

del año oscuro y la naturaleza,

la posesión feraz de las semillas,

el secreto enterrado,

la sucesión remota de las madres y del aire infalible,

el hilo roto, el argumento roto

del navegante que regresa después de mucho tiempo

y ya no reconoce lo que amaba.


Ven tú que tardas,

amanecer que tardas bajo la costra opaca

de los considerandos y las consecuencias,

de la moral al uso y su negro negocio,

del rito, del corchete, la liturgia,

la reverencia, el miedo en que no queda

de la fe ni una lágrima

que no hayan de antemano entregado o vendido

como mercadería o propaganda.


Dura la noche,

la pasión amarilla del cobarde,

la postura fetal de la avaricia,

la putrefacta risa de la hiena,

el fingido reposo de aquel que bien quisiera

ahuyentar lo vivido, la lámina acerada

del puñal y el amor inocente.


¿Por ese sueño he combatido?






José Ángel Valente. La memoria y los signos, 1960-1965. En El fulgor. Antología poética (1953-2000). Galaxia Gutenberg, 2001.

Imagen: Regreso a casa. URSS, 1943.

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