miércoles, 21 de agosto de 2013

Para oprobio del tiempo


Sí, algo estaba
definitivamente roto y anegado,
algo que había quedado sin sepultar
y hedía,
algo que deslucía las tibias reuniones
de las buenas familias,
algo que entre el olvido y el buen gusto de todos
traía el gato, insólito,
a los claros salones.
                                      Las damas sonreían
nerviosamente,
derramando oportunas su vulgar excelencia,
y el patrón poderoso con aire exculpatorio
explicaba a su público:
                                               -¡qué cosas tiene hoy la juventud!
Mas, ay, la juventud. 

A ciertas horas, frecuentando el reverso
pálido de los álamos o en la súbita
concentración de luz visible de las tardes de otoño,
un muerto insuficiente
asomaba aún su torso acribillado. 

Sí, algo estaba
definitivamente roto.
                                               Había
un difuso pavor a volver la cabeza
o detenerse, miedo
como a un ensayo general
con trajes, música, el director de escena
y un telón espantoso cayendo de improviso
antes de terminar el tercer acto. 

Unas palabras eran
por su sonido falsas, se veía.
Otras por su inocencia, peligrosas y aleves. 

Sí, algo hedía
a escasa profundidad bajo los gestos,
algo que corrompía el orden público,
alteraba la recta sucesión
de los monarcas godos,
la ruta de Colón y casi todo
el siglo XIX de funesta memoria. 

Y así la Historia, la grande Historia, resultaba
turbio negocio de alta complicidad o medianía. 

Sí, algo estaba roto e insepulto
en salones y calles o en los lentos
desmontes suburbanos
y en los bustos solemnes
de los descoloridos padres de la patria
que un vientecillo triste
iba desmoronando en dulce escoria. 

Sí, algo quedaba, al cabo, por decir
para oprobio del tiempo. 



José Ángel Valente. La memoria y los signos. Revista de Occidente, 1966.
Imagen: Nikiphoros Lytras. Antígona ante el cadáver de Polinices, 1865.

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