lunes, 7 de diciembre de 2015

El ruido de un cerebro



Baruch de Spinoza se suicidó una noche de 1985 de un tiro en la cabeza.

Apareció vivo muchos años después, al comenzar los abismos del nuevo milenio.

Dicen que se volvió loco en el reino de la muerte, y que huyó de allí.

Desde entonces ocupó un sitio miserable en el lugar que habían liberado algunos proscritos.

Bebía con ellos vodka barato.

Aparecía caminando bajo letreros luminosos con los pantalones llenos de cercos de orín.

¿Quién soy yo en medio de estas enormes mutaciones del dinero?, se preguntaba.

¿Quién soy en medio de este tiempo medido por la industria, de esta producción en masa, de la extensión de este imperio?

Era viejo y tísico, y estaba solo.

Parecía un hombre con el rostro perdido como un Baucis Lanscape de René Magritte.

La ciudad, para él, era solo el pensamiento de los especuladores comerciales.

La política, una mercancía que ni siquiera reclamaba el sueño del cambio hacia algo mejor.

No poseía nada, solo el ruido de su cerebro.

Vivía el espectáculo de su propio pensar.

Bajaba cada tarde por la rampa hasta tenderse detrás de las barreras del paso subterráneo.

El colchón olía a los gases de los motores, a las luces de los faros, a las ropas de los gitanos del Este.

Nunca lograba dormir. Su insomnio tenía la naturaleza de una de esas peleas de jóvenes antes de acercarse a por su dosis de metadona.

Oía risas arriba saliendo de las franquicias de espectáculos nocturnos.

Miraba el viento, con sus reflejos de aluminio, agitando las farolas como en una película de ciencia ficción.

Veía, sin embargo, cosas nuevas donde la gente solo ve los restos de mundos que se derrumban.

Descubría las imágenes del futuro en los rostros dormidos de los que estaban a su lado.

No paraba de llorar pensando en la revolución.

Ahora tiene el nº 27-009 en una planta de hornos crematorios.

Su cuerpo, que encontraron con los ojos abiertos, se ha reducido tan solo a una operación de salud pública.

Es algo perdido en una caja de cartón corrugado que se desplaza por una banda transportadora.

Un cadáver anónimo que nadie reclama.

Los operarios proyectan sobre él gas natural a altas temperaturas.

La carne es vaporizada y oxidada, los gases descargados por un sistema de escape.

Al cráneo, dada su consistencia, se le pasa un rodillo.

Después alguien pulveriza los huesos hasta convertirlos en un puñado de granos de arena.

Había escrito que cada hombre completa a los demás hombres y que la política era la necesidad que un hombre tenía de ser el otro, uno de sus semejantes.

Las gotas de rocío que él contemplaba al amanecer seguían aquella mañana sobre la carrocería de los coches.

Él pensaba que esas gotas de rocío eran un cristal pulido donde se reflejaba el mundo, en las que alguien podía reconciliarse con la belleza.


Diego Doncel. El fin del mundo en las televisiones. Visor, 2015.
Imagen: René Magritte. El paisaje de Baucis, 1966.

7 comentarios:

  1. Un tiempo de carne y hueso, sin viceversa.

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  2. Sin embargo, hay en el fondo del poema cierta estética de la derrota que no sé, no sé… Podría ser una trampa peligrosa.

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  3. Eso, la posible existencia de una trampa, dependerá del lector, pienso yo. Pero sí, hay en este poema algo circular e inquietante, más allá de su manifiesta escatología. ¿Y esa fecha, 1985?... En dicho año se suicido uno de los tripulantes del bombardero que arrojó una bomba atómica sobre Nagasaki, pero no se disparó, se ahorcó. Ese mismo año también se suicida, esta sí de un tiro en la sien, Marta Lynch, escritora argentina. Sin embargo, me parece que dicha fecha está directamente relacionada con el autor... Un tanto críptico sí que es el poema, en ello reside parte de inquietante atmósfera. Claro que, decir todo esto no es decir gran cosa.

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  4. 1985 podría ser una fecha personal, aunque yo más bien pienso que se trata de algún hecho histórico también, no sé, quizás un símbolo de la posmodernidad y la muerte de toda ética, individual o colectiva. Los 80 fueron los años de la llamada “movida”, cuando la mayoría andaba bailando despreocupada del avance y toma de posiciones del enemigo macroeconómico y neoliberal. Con la trampa me refiero a esa imposición que denuncia Gopegui del imaginario colectivo que solo acepta en el arte y la literatura posiciones radicales cuando están teñidas de desencanto y fracaso. Y, si la lectora solo percibe ese horizonte, es difícil que pueda construir otros mundos posibles, ficticios o no. Salud.

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  5. Pues estoy de acuerdo con ambos, contigo y con Gopegui. Pero como decían Golpes bajos: Malos tiempos para a lírica.

    Salud

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