Entre tricornios y fusiles,
cuerdas de proletarios sospechosos de anarquismo acezaban por todas las
carreteras de España: En los páramos y soledades camperas se atribulan con el
presentimiento de la muerte: Sus ojos, quemados del sol y del polvo, tienen lumbre
de rencores: Aletea su pensamiento en una noche de recelos y penas: Caminan
esposados, taciturnos: Cargan escuetos hatillos sobre los hombros, y con
miradas de través acechan las dañinas intenciones de los tricornios. Nunca se
les autoriza para descansar en poblado: Frecuentemente son conducidos fuera del
camino real por tajos de rastrojeras, sendas de olivar y negros pinares de
silencio, con huellas de lobos y raposos. Entre luces salen a la vista de algún
remoto villorrio de los que todavía tienen cárcel con cadena, cepo para
borrachos y blasfemos, y en la plaza el rollo labrado por toscos y barrocos
cinceles. En torno del campanario aletean vencejos y murciélagos. Dan un humo
azul los tejados. Una guitarra llora penas. El nocturno morado del cielo solemniza
las voces y las sombras. Los tricornios se contraseñan en silencio, inician un
despliegue sobre los flancos, retroceden de espalda con los fusiles prevenidos,
ganan distancia, hacen fuego. Un guardia lleva el parte al villorrio. El
alcalde lo convida a unas copas. El secretario, en la misma mesa, moja la pluma
en el tintero de asta. Redacta entre dientes: Viéndose esta fuerza agredida por
un grupo que intentaba facilitar la fuga de los presos...
El monterilla bebe con el
guardia:
—Y menos mal que por esta
vez los habéis caído cerca del pueblo.
Ramón del Valle-Inclán. La corte de los milagros. Espasa –
Calpe, 2007.
Imagen: Recuento de muertos
en Casas Viejas, 1933.
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