El horno no tiraba, y eran más de las cinco cuando Cooper pudo salir de la Casa de Misericordia con el paquete de cenizas bajo el brazo. Debía de pesar sus buenos dos quilos. Mientras se encaminaba a la estación, se le ocurrieron varios medios de desprenderse de aquello. Finalmente decidió que la manera más cómoda y más discreta de hacerlo sería dejarlo caer en el primer receptáculo para basuras que le saliera al paso. En Dublín no hubiera necesitado más que sentarse en el banco más cercano y esperar. Pronto hubiera pasado uno de aquellos melancólicos basureros que empujan su carretilla con el cartel: «Depositen las basuras.» Pero Londres no era tan consciente de sus detritus, y no había confiado a extraños la expulsión de los mismos.
Entraba en la estación, sin haber encontrado ningún considerable receptáculo para basura, cuando un estallido de música le hizo pararse y volverse. Era el bar al otro lado de la calle, que abría para la sesión de la noche. Las luces se encendían en el salón, las puertas se abrían, la radio atronaba. Atravesó la calle y se paró en el umbral. El suelo era de un ocre palidísimo, las máquinas tragaperras brillaban como plata, los taburetes tenían los altos peldaños que a él le gustaban, y el whisky estaba en grandes garrafas de cristal, lenta variación de translúcidos amarillos. Un hombre entró en el salón rozándole, uno de los millones que esperaban una copa desde hacía dos horas. Cooper le siguió despacio y se sentó ante la barra, por vez primera en más de veinte años.
-¿Qué bebe, amigo? –dijo el hombre.
-En la primera ronda invito yo –dijo Cooper, con voz temblorosa.
Unas cuantas horas más tarde, Cooper extrajo el paquete de cenizas de su bolsillo, donde lo había guardado para más seguridad, y lo arrojó con ira a un hombre que lo había ofendido gravemente. El paquete rebotó, estalló, cayó de la pared al suelo, y allí se convirtió enseguida en objeto de las patadas más variadas y científicas, muchos dribblings, pases, despejes, marcajes, desmarcajes e incluso obediencias al reglamento. A la hora de cerrar, el cuerpo, la mente y el alma de Murphy estaban liberalmente repartidos por el pavimento del salón; y antes de que otra aurora tiñera de gris la tierra habían sido barridos con la arena, la cerveza, las colillas, los vidrios, las cerillas, los escupitajos, los vómitos.
Samuel Beckett. Murphy. Traducción de Gabriel Ferrater. Lumen, 2000.
Imagen: Samuel Beckett
En el reino animal, sólo ha existido uno cuya aguda mirada haya sobrepasado con creces la de cualquier otro, incluido el lince: Samuel Beckett.
ResponderEliminarSalud!
Absolutamente. Salud!
Eliminar