viernes, 13 de noviembre de 2020

LA CÁRCEL


Nací en la cárcel, hijos. Soy un preso de siempre.

Mi padre ya fue un preso. Y el padre de mi padre.

Y mi madre alumbraba, uno tras otro, presos,

como una perra perros. Es la ley, según dicen.

 

Un día me vi libre. Con mis ojos anclados

en el mágico asombro de las cosas cercanas,

no veía los muros ni las largas cadenas,

que a través de los siglos me alcanzaban la carne.

Mis pies iban ligeros. Pisaban hierba verde.

 

Y era un tonto y reía

porque en los duros bancos de la escuela

podía pellizcar a los vecinos,

jugar a cara o cruz y cazar moscas

mientras cuatro por siete eran veintiocho

y era Madrid la capital de España

y Cristo vino al mundo por salvarnos.

Sí. Entonces me vi libre. Las manos me crecían

inocentes y tiernas como pan recién hecho

pues no sabían nada del hierro y la madera

soldados a sus palmas cuando el sudor profuso

igual que un vino aguado

apenas nos ablanda la fatiga.

 

Hoy los muros me crecen más altos que la frente,

más altos que el deseo, más altos que el empuje

del corazón. Arrastro

unas secas raíces que me secan las piernas

cuando voy, como un péndulo de trayecto inmutable,

desde el sueño al cansancio, del cansancio hasta el sueño.

 

Soy un preso de siempre para siempre. Es el orden.

 

 

Ángela Figuera Aymerich. El grito inútil. Such y Serra, 1952. Reeditado por Tigres de Papel, 2018.

Imagen: Lewis Hine. Viuda con sus hijos. Todos trabajan en un molino. Tyfton, Georgia.1908.

 

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