Todo lo recubre piel humana.
Como una moqueta despellejada y sola; como si nombres propios y comunes uniesen sus órganos, su temperamento desigual; como si lo heterogéneo pudiese estar contenido en lo homogéneo, todo lo recubre piel humana: puentes que unen sin mampostería las tres letras de la palabra río, lujosas viviendas desocupadas en las ciudades que muerden el extrarradio de su necesidad, maltrechos ascensores que siempre huelen a lejía, piscinas públicas y esas catedrales que albergan, bajo la vehemencia sorprendida de sus bóvedas, tendón y ligamentos de quienes las pusieron en pie sobre los hombros.
Cuando giran los cuerpos en sus piedras molares entregan la proporción áurea de su propio agotamiento, las toxinas que enfermaron en los bronquios, la dermis desgastada a causa de ese tránsito: el que va de lo orgánico a lo mineral, el que envía a través de las venas una tumultuosa proliferación de eritrocitos para que en el espesor calcáreo se abran cauces de sangre liberada.
Como si hubiese conductos escondidos, corredores de sombra que nunca aparecen en los planos pero comunican entre sí, furtivamente, la maquinaria exactísima de los huesos radio y cúbito con el magro caudal de la pobreza.
Compás que oprime la musculatura del brazo en sus tardes desesperadas para que la piel sea tegumento y protección, cápsula de aire que todo lo envuelve sobre su propia precariedad y lo protege del desalojo de vivir.
Muy cerca tiembla el trueno de la tilde en el grisú y bajo las redecillas para el pelo de las cocineras quedan atrapadas las declaraciones de libertad, igualdad y fraternidad. La comuna de París está tan lejos que es sólo una línea imaginaria, un brevísimo apunte descarado que no termina de desaparecer de los manuales.
Pero también en los barrios de Madrid o Palencia es piel humana la primera que arde y se estremece. No importa que parezca lo contrario.
Luego caerán los días o las bombas pero justo antes de ese estallido que todo lo compete, será piel la que entrega su nombre hasta morir. No importa que parezca lo contrario.
Piedras, pasajes, porterías de fútbol. Todo lo recubre piel humana.
Por eso las manos de mi padre, ahora que envejece, se atormentan. Van agarrotándose hasta quedar inmovilizados los tendones.
Mientras lo miro caer hacia otro tiempo él va volviéndose un bloque desnudo de hormigón. Las casas que ha levantado, el tiempo que ha levantado, los enseres y caminos que ha levantado serán más duraderos que él mismo porque ha entregado su corazón a esa tarea inflexible y pertinaz. Ha donado su luz, su consistencia.
Nada se ha quedado para sí. Ninguna monedita de fulgor ha quedado olvidada en su bolsillos.
La piedra, a cambio, le regalará su inmovilidad, el noble territorio de lo ausente.
Por eso sé –no importa que parezca lo contrario– que cuando sus manos rotas, incompletas y bellísimas sean tan sólo sillares para el aire, formarán argamasa y trabazón. Índice en que el oxígeno se asienta.
Piedra padre que todo lo ha fundado. Geología y canción de los nudillos.
María Ángeles Pérez López. Incendio mineral. Vaso Roto, 2021.
Imagen: Pedro Luis Raota
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