Había en el cementerio de aquella ciudad un panteón cuyas puertas de bronce custodiaban de sol a sol dos vigilantes uniformados. El consistorio los había contratado a perpetuidad para honrar la memoria del ilustre difunto que con su industria pesada tanta riqueza y tanto porvenir había traído a toda la comarca.
En los días de funeral, por alguna razón cada vez más numerosos, algunos niños, siempre inocentes y siempre con todo el futuro por delante, se acercaban a los guardias y ostentosamente les sacaban la lengua. Mientras los perseguían entre las tumbas, otros niños orinaban meticulosos e implacables las puertas de bronce para que la herrumbre hiciera mejor su trabajo.
Todas las tardes unos grajos implumes cruzaban graznando el aire violáceo de la ciudad.
Conrado Santamaría. Tanteos.
Imagen: Arthur Tress
Ese panteón, sus vigilantes y los grajos implumes tienen sus días contados. Crecerán hermosos olivos en su lugar.
ResponderEliminarSalud, Conrado!
Esos niños llevaban sin duda semillas de olivo en sus bolsillos. Salud, Loam!
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