lunes, 10 de febrero de 2025

La moneda falsa


 

   Nos alejábamos del estanco, cuando mi amigo hizo una cuidadosa selección de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas piececillas de oro; en el derecho, otras de plata; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de monedas grandes, y, finalmente, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado con particular atención.

   «¡Singular y minucioso reparto!», me dije para mí.

   Tropezamos, en esto, con un pobre que nos tendió temblando su gorra. – No sé de nada tan inquietante como la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que encierran, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantos reproches juntos. Algo cercano a esta hondura de complejos sentimientos se encuentra en los ojos llorosos de los perros azotados.

   La ofrenda de mi amigo fue con mucho más considerable que la mía; y le dije: «Lleva razón; después del placer de verse sorprendido, no existe otro mayor que el de causar sorpresa». «Era la moneda falsa», me respondió con calma, como para justificarse de su prodigalidad.

   Pero a mi cerebro miserable, ocupado siempre en buscarle tres pies al gato (¡con qué fatigosa facultad me ha dotado la naturaleza!), acudió de repente la idea de que semejante conducta, por parte de mi amigo, sólo era excusable por el deseo de producir un suceso memorable en la vida de este pobre diablo, quizá incluso por el deseo de conocer las diversas consecuencias, funestas o de otra índole, a que puede dar origen una pieza falsa en la mano de un mendigo. ¿Podría acaso multiplicarse en monedas verdaderas? ¿Podría llevarlo a presidio? Un tabernero, un panadero, por poner estos ejemplos, podría hacer que lo detuvieran como falso monedero, o como propagador de falsa moneda. O puede que la moneda falsa se convirtiera, para un pobre especulador, en germen de una riqueza de algunos días. Y de este modo discurría mi imaginación, prestándole alas al ingenio de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.

   Pero rompió éste de un modo brusco mi meditación, retomando mis propias palabras: «Sí, lleva razón; no existe placer tan dulce como el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera».

   Le mire en el blanco de los ojos, y quedé espantado al ver que éstos le brillaban con un candor innegable. Comprendí, entonces, que había querido hacer a un tiempo una obra de caridad y un buen negocio; ganar cuarenta centavos y el corazón de Dios; conseguir el paraíso a bajo precio; y, finalmente, apropiarse gratis el título de hombre caritativo. Yo le habría casi perdonado su ansia por los goces criminales de los que le suponía capaz un momento antes; me había parecido curioso y singular que se divirtiera comprometiendo a los pobres; pero no le perdonaré nunca la inepcia de sus cálculos. Ser malvado no será nunca excusable, pero ya es algo saber que se es; pues el más irreparable de los vicios es el de hacer el mal por necedad.

 

Charles Baudelaire. El esplín de París (Pequeños poemas en prosa). Traducción, introducción y notas: Francisco Torres Monreal. Alianza Editorial, 1999.

Imagen: Autor desconocido. Haciendo bromas ante el cadáver de un Comunero, s/d.

No hay comentarios:

Publicar un comentario