El
taller
en
un polígono industrial
de
la periferia de Valencia
era
la España de los setenta
en
pequeño.
Un
encargado
y
veinte obreros trabajando
mientras
el jefe
pensaba
por todos.
Entré
al taller en octubre
tenía
quince años
hacía
frío
y los
de mono azul
me
llamaban el escribiente.
Compartía
adolescencia
de
ocho a dos y de tres a seis
de
lunes a sábado
con
cuatro o cinco chavales
que
tenían un corazón
más
grande que la nave industrial
que
nos albergaba
y llegaban al taller
aún
con legañas
a
las siete de la mañana
entre
campos de cebolla
montados
en bicicleta.
En
casa dejaban a una madre
probablemente
emigrada
y
por lo general cargada de hijos
que trabajaban
hasta la extenuación
mientras
el padre de alguno de ellos
plantaba
cara a la durísima jornada
que
se le venía encima
tragando
de golpe “un carajillo”
en
el bar de cualquier polígono
y
los labradores
se
enriquecían vendiendo tierra de labor
a
las constructoras que edificaban a toda prisa
con
la intención de vender pisos sin balcón
a
los currantes que aún habían de
llegar.
Y
mientras esto pasaba
en
el pueblo
a un
kilómetro del taller
había
quien enviaba a sus hijos a Londres
para
practicar el idioma
y
completar su formación universitaria.
Sólo
cuestión de un kilómetro.
Vicent Camps, Taller.
Celya, 2003
Imagen: Henri
Cartier-Bresson. Descanso. Bremen,
196
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