domingo, 30 de diciembre de 2018

EL MENDIGO DEL MERCADO


Plaza de abastos,

entre canastos,

suenan los fastos

del acordeón.


Vive el mendigo

sin un abrigo,

sin un amigo,

sobre un cartón.


Con cara muda

y alguna duda,

Pillín le ayuda

y le da un pan.


Mamá está tensa

y tan suspensa

que Pillín piensa

que algo anda mal.





Conrado Santamaría. Canciones y revuelos de Pillín Pilluelos. Ilustraciones: Palmira Morán Combarros. Amargord, 2018.

jueves, 27 de diciembre de 2018

[Hay días en que yo no soy más que una patada]


  Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá va por el aire hasta ensartarse en algún pararrayos. ¿Un automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una sola patada en alguna buhardilla.

  ¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas de calle!.

  Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que quiera contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los mingitorios, los tranvías. Necesito entrar —¡a patadas!— en los escaparates y sacar —¡a patadas!— todos los maniquíes a la calle. No logro tranquilizarme, estar contento, hasta que, no destruyo las obras de salubridad, los edificios públicos. Nada me satisface tanto como hacer estallar, de una patada, los gasómetros y los arcos voltaicos. Preferiría morir antes que renunciar a que los faroles describan una trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los brazos de los árboles.

  A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo.

  Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas... a los pececillos de color...




Oliverio Girondo. Espantapájaros (Al alcance de todos), 1932.

Imagen: Yue Minjun

miércoles, 26 de diciembre de 2018

AL LETRADO WEI PA


A Jaime García Terrás

Arriba Shen y Shang giran sin encontrarse:

como las dos estrellas pasamos nuestras vidas.

Noche de noches, larga y nuestra, sea esta noche:

nos alumbra la mansa luz de la misma lámpara.

Miro tus sienes, miras las mías: ya cenizas.

Los años de los hombres son rápidos y pocos.

Brotan nombres amigos: la mitad son espectros.

La pena es alevosa: quema y hiela la entraña.

Veinte años anduve por el mundo inconstante;

ahora, sin pensarlo, subo tus escaleras.

Cuando nos separamos eras aún soltero;

hoy me rodea un vivo círculo risueño.

Todos, ante el antiguo amigo de su padre,

se aguzan en preguntas: ¿de dónde, cuándo, a dónde?

Preguntas y respuestas brillan y se disipan:

tus hijos han traído los cántaros de vino,

arroz inmaculado, mijo color del sol

y cebollas cortadas en la lluvia nocturna.

Hay que regar, me dices, con vino nuestro encuentro.

Sin respirar bebemos las copas rebosantes

diez veces y otras diez y no nos dobla el vino.

Nuestra amistad lo vence: es un alcohol más fuerte.

Mañana, entre nosotros –altas, infranqueables–

se alzarán las montañas. Y el tráfago del mundo.





Tu Fu (China, 712-770). Versión: Octavio Paz

Imagen: El poeta Tu Fu

martes, 25 de diciembre de 2018

La ciudad. 62


La gente se abraza.

Nos abrazamos cuando salió del estadio.

El hijo abrazaba a su padre.

El padre abrazaba a su hija.

La hija abrazaba a su madre.

La madre abrazaba a su hijo.

Se abrazaban los hermanos.

Marido y mujer se abrazaban.

El fusil tiene tres abrasaderas.





Gonzalo Millán. La ciudad. Les Editions Maison Culturelle Québec-Amérique La tine, 1979.

Imagen: Argentina, 2017.

domingo, 23 de diciembre de 2018

Los hijos del hojalatero


            En la ciudad de Plasencia,

            cabeza de Extremadura,

un hojalatero tenía su casa,

que ya no era casa, que era una zahúrda,


            que eran los años del hambre,

            tras la guerra hija-de-puta,

que tanto inocente mató por ideas,

pa luego los vivos quedarse con una,


            que manco había quedado

            de un corte y su mala cura,

y ya no tenía ni oficio ni gajes,

ni pal vino malo den cá de la Justa.


            La mujer iba por casas

            con servicio de costura;

pero las señoras ya no la querían,

porque eran rojillos, porque andaba sucia.


            Tenía una hija de quince,

            flaca como la miseria,

y un hijo de trece, más listo que el hambre,

de lo que aprendía detrás de la escuela.


            Conque una noche, en chupando

            las raspas de tres sardinas,

el hojalatero se puso “¡Me cago

en Dios!, se acabaron trabajo y familia,


            que, cuando hay necesidá

            (lo saben hasta los curas)

no hay leyes que valgan ni qué de delito,

que tós los pecaos ya tienen su bula;


            asín que una de dos:

            o le damos a la Engracia

a Frasca la Fina, que, si es que la quiere,

la lleve a la casa que tié en Salamanca,


            o si no, que el nuestro Andrés

            se vaya donde el Obispo,

que diz que les pagan muy bien por cortarles

los dos perendengues pal coro de niños.”


            A tal barbarie, la Engracia

            decía ya con los ojos

“Yo pago: haga Dios en mí lo que quiera”,

cuando el Andresillo saltó de este modo:


            “¡Cagüen Dios!, no soy un hombre

            si me venden a mi hermana.

Me voy de bandido, y que me los corten

si enantes de un mes no mando aquí pasta.”


            Con éstas, el Andresillo

            se fué a la banda del Pecas,

y a fuerza de atracos de tiendas y coches,

al poco, ya estaba mandando pesetas.


            Subió la banda de tono,

            y de Madrid a Lisboa,

mudando con tiento de nombre y guarida,

ya andaban por bancos y toda la hostia.


            Al año o dos, era Andrés

            el jefe del artilugio,

y tanto a la casa mandaba, que sólo

se hacían los pobres por el disimulo.


            En tanto, Engracia asistía

            en casa de un viejo viudo,

coronel que era de aquel regimiento,

y cada mañana le iba a por churros.


            Tanto le iba y venía,

            tanto lo trajo y lo trujo,

que ya, babeando, se casó con ella,

y así, de señora la Engracia se puso.


            Hubo un percance, y un día

            a  Andrés lo atrapó la bofia,

y en los calabozos le dieron tal tunda

que quedó dañado de la cantimplora.


            Del juicio, demente y todo,

            lo metieron en chirona;

y, al poco, lo echaron sin más a la calle,

cuando no podía ni dar pie con bola.


            Volvió a trancas y barrancas,

            de caridad, a Plasencia,

y allí, no sé cómo, fué a dar con su hermana

regando sus flores en la Residencia.


            Ella lo escondió asustada,

            que nadie nunca lo viera,

que, si se sabía, se le hundía el mundo;

y al fin, sin saber con él lo que hiciera,


            en la caseta vacía

            del perro le echó una manta.

Allí Andrés vivía royendo sus huesos,

y de vez en cuando de noche ladraba;


            y entre ladrido y ladrido

            cantaba su letanía:

“Más cuenta te tiene una hermana puta

que no coronela desagradecida.”





Agustín García Calvo. Ramo de romances y baladas. Lucina, 1991.

Imagen: David Vinckboons. A Blind Hurdy-Gurdy Player, c. 1607.