Hay días en que yo no soy más que una patada,
únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en la ventana de un
quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá va por el aire hasta ensartarse en
algún pararrayos. ¿Un automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una
sola patada en alguna buhardilla.
¡Al traste con los frascos de las farmacias,
con los artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas de calle!.
Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que
quiera contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los mingitorios, los
tranvías. Necesito entrar —¡a patadas!— en los escaparates y sacar —¡a
patadas!— todos los maniquíes a la calle. No logro tranquilizarme, estar
contento, hasta que, no destruyo las obras de salubridad, los edificios públicos.
Nada me satisface tanto como hacer estallar, de una patada, los gasómetros y
los arcos voltaicos. Preferiría morir antes que renunciar a que los faroles
describan una trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los brazos de
los árboles.
A patadas con el cuerpo de bomberos, con las
flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua,
con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo.
Familias disueltas de una sola patada;
cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse,
que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas... a los
pececillos de color...
Oliverio Girondo. Espantapájaros (Al alcance de todos),
1932.
Imagen: Yue Minjun
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