En la ciudad de Plasencia,
cabeza
de Extremadura,
un hojalatero tenía su casa,
que ya no era casa, que era una zahúrda,
que eran
los años del hambre,
tras la
guerra hija-de-puta,
que tanto inocente mató por ideas,
pa luego los vivos quedarse con una,
que
manco había quedado
de un
corte y su mala cura,
y ya no tenía ni oficio ni gajes,
ni pal vino malo den cá de la Justa.
La mujer
iba por casas
con
servicio de costura;
pero las señoras ya no la querían,
porque eran rojillos, porque andaba sucia.
Tenía
una hija de quince,
flaca
como la miseria,
y un hijo de trece, más listo que el hambre,
de lo que aprendía detrás de la escuela.
Conque
una noche, en chupando
las
raspas de tres sardinas,
el hojalatero se puso “¡Me cago
en Dios!, se acabaron trabajo y familia,
que,
cuando hay necesidá
(lo
saben hasta los curas)
no hay leyes que valgan ni qué de delito,
que tós los pecaos ya tienen su bula;
asín que
una de dos:
o le
damos a la Engracia
a Frasca la Fina, que, si es que la quiere,
la lleve a la casa que tié en Salamanca,
o si no,
que el nuestro Andrés
se vaya
donde el Obispo,
que diz que les pagan muy bien por cortarles
los dos perendengues pal coro de niños.”
A tal
barbarie, la Engracia
decía ya
con los ojos
“Yo pago: haga Dios en mí lo que quiera”,
cuando el Andresillo saltó de este modo:
“¡Cagüen
Dios!, no soy un hombre
si me
venden a mi hermana.
Me voy de bandido, y que me los corten
si enantes de un mes no mando aquí pasta.”
Con
éstas, el Andresillo
se fué a
la banda del Pecas,
y a fuerza de atracos de tiendas y coches,
al poco, ya estaba mandando pesetas.
Subió la
banda de tono,
y de
Madrid a Lisboa,
mudando con tiento de nombre y guarida,
ya andaban por bancos y toda la hostia.
Al año o
dos, era Andrés
el jefe
del artilugio,
y tanto a la casa mandaba, que sólo
se hacían los pobres por el disimulo.
En
tanto, Engracia asistía
en casa
de un viejo viudo,
coronel que era de aquel regimiento,
y cada mañana le iba a por churros.
Tanto le
iba y venía,
tanto lo
trajo y lo trujo,
que ya, babeando, se casó con ella,
y así, de señora la Engracia se puso.
Hubo un
percance, y un día
a Andrés lo atrapó la bofia,
y en los calabozos le dieron tal tunda
que quedó dañado de la cantimplora.
Del
juicio, demente y todo,
lo
metieron en chirona;
y, al poco, lo echaron sin más a la calle,
cuando no podía ni dar pie con bola.
Volvió a
trancas y barrancas,
de
caridad, a Plasencia,
y allí, no sé cómo, fué a dar con su hermana
regando sus flores en la Residencia.
Ella lo
escondió asustada,
que
nadie nunca lo viera,
que, si se sabía, se le hundía el mundo;
y al fin, sin saber con él lo que hiciera,
en la
caseta vacía
del
perro le echó una manta.
Allí Andrés vivía royendo sus huesos,
y de vez en cuando de noche ladraba;
y entre
ladrido y ladrido
cantaba
su letanía:
“Más cuenta te tiene una hermana puta
que no coronela desagradecida.”
Agustín García Calvo. Ramo
de romances y baladas. Lucina, 1991.
Imagen: David
Vinckboons. A Blind Hurdy-Gurdy Player,
c. 1607.
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