domingo, 23 de diciembre de 2018

Los hijos del hojalatero


            En la ciudad de Plasencia,

            cabeza de Extremadura,

un hojalatero tenía su casa,

que ya no era casa, que era una zahúrda,


            que eran los años del hambre,

            tras la guerra hija-de-puta,

que tanto inocente mató por ideas,

pa luego los vivos quedarse con una,


            que manco había quedado

            de un corte y su mala cura,

y ya no tenía ni oficio ni gajes,

ni pal vino malo den cá de la Justa.


            La mujer iba por casas

            con servicio de costura;

pero las señoras ya no la querían,

porque eran rojillos, porque andaba sucia.


            Tenía una hija de quince,

            flaca como la miseria,

y un hijo de trece, más listo que el hambre,

de lo que aprendía detrás de la escuela.


            Conque una noche, en chupando

            las raspas de tres sardinas,

el hojalatero se puso “¡Me cago

en Dios!, se acabaron trabajo y familia,


            que, cuando hay necesidá

            (lo saben hasta los curas)

no hay leyes que valgan ni qué de delito,

que tós los pecaos ya tienen su bula;


            asín que una de dos:

            o le damos a la Engracia

a Frasca la Fina, que, si es que la quiere,

la lleve a la casa que tié en Salamanca,


            o si no, que el nuestro Andrés

            se vaya donde el Obispo,

que diz que les pagan muy bien por cortarles

los dos perendengues pal coro de niños.”


            A tal barbarie, la Engracia

            decía ya con los ojos

“Yo pago: haga Dios en mí lo que quiera”,

cuando el Andresillo saltó de este modo:


            “¡Cagüen Dios!, no soy un hombre

            si me venden a mi hermana.

Me voy de bandido, y que me los corten

si enantes de un mes no mando aquí pasta.”


            Con éstas, el Andresillo

            se fué a la banda del Pecas,

y a fuerza de atracos de tiendas y coches,

al poco, ya estaba mandando pesetas.


            Subió la banda de tono,

            y de Madrid a Lisboa,

mudando con tiento de nombre y guarida,

ya andaban por bancos y toda la hostia.


            Al año o dos, era Andrés

            el jefe del artilugio,

y tanto a la casa mandaba, que sólo

se hacían los pobres por el disimulo.


            En tanto, Engracia asistía

            en casa de un viejo viudo,

coronel que era de aquel regimiento,

y cada mañana le iba a por churros.


            Tanto le iba y venía,

            tanto lo trajo y lo trujo,

que ya, babeando, se casó con ella,

y así, de señora la Engracia se puso.


            Hubo un percance, y un día

            a  Andrés lo atrapó la bofia,

y en los calabozos le dieron tal tunda

que quedó dañado de la cantimplora.


            Del juicio, demente y todo,

            lo metieron en chirona;

y, al poco, lo echaron sin más a la calle,

cuando no podía ni dar pie con bola.


            Volvió a trancas y barrancas,

            de caridad, a Plasencia,

y allí, no sé cómo, fué a dar con su hermana

regando sus flores en la Residencia.


            Ella lo escondió asustada,

            que nadie nunca lo viera,

que, si se sabía, se le hundía el mundo;

y al fin, sin saber con él lo que hiciera,


            en la caseta vacía

            del perro le echó una manta.

Allí Andrés vivía royendo sus huesos,

y de vez en cuando de noche ladraba;


            y entre ladrido y ladrido

            cantaba su letanía:

“Más cuenta te tiene una hermana puta

que no coronela desagradecida.”





Agustín García Calvo. Ramo de romances y baladas. Lucina, 1991.

Imagen: David Vinckboons. A Blind Hurdy-Gurdy Player, c. 1607.

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