Ya en otra ocasión
definíamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo, y llamábamos “poeta
puro” a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas con él, o casi
a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos, que
es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en
suma, cuánto es la poesía palabra en el tiempo, y cómo el deber de un maestro
de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su
verso. A todo esto respondían nuestras prácticas de clase –nada más práctico
que una clase de poética–, ejercicios elementalísimos, uno de los cuales
recuerdo: el de El huevo pasado por agua,
poema en octavillas, que no llegó a satisfacernos, pero que no estaba del todo
mal. Encontramos, en efecto, algunas imágenes adecuadas para transcribir
líricamente los elementos materiales de aquella operación culinaria: el
infiernillo de alcohol con su llama azulada, la vasija de metal, el agua
hirviente, el relojito de arena, y aun logramos otras imágenes felices para
expresar nuestra atención y nuestra impaciencia. Nos faltó, sin embargo, la
intuición central de nuestro poema, de la cual deberíamos haber partido; falló
nuestra simpatía por el huevo, que habíamos olvidado, porque no lo veíamos, y
no supimos vivir por dentro, hacer nuestro el proceso de su cocción.
Antonio Machado. Juan de Mairena, 1936.
Imagen: René Magritte. Les affinités électives, 1932.
No hay comentarios:
Publicar un comentario