viernes, 9 de noviembre de 2018

[El huevo pasado por agua]


Ya en otra ocasión definíamos la poesía como diálogo del hombre con el tiempo, y llamábamos “poeta puro” a quien lograba vaciar el suyo para entendérselas a solas con él, o casi a solas; algo así como quien conversa con el zumbar de sus propios oídos, que es la más elemental materialización sonora del fluir temporal. Decíamos, en suma, cuánto es la poesía palabra en el tiempo, y cómo el deber de un maestro de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a reforzar la temporalidad de su verso. A todo esto respondían nuestras prácticas de clase –nada más práctico que una clase de poética–, ejercicios elementalísimos, uno de los cuales recuerdo: el de El huevo pasado por agua, poema en octavillas, que no llegó a satisfacernos, pero que no estaba del todo mal. Encontramos, en efecto, algunas imágenes adecuadas para transcribir líricamente los elementos materiales de aquella operación culinaria: el infiernillo de alcohol con su llama azulada, la vasija de metal, el agua hirviente, el relojito de arena, y aun logramos otras imágenes felices para expresar nuestra atención y nuestra impaciencia. Nos faltó, sin embargo, la intuición central de nuestro poema, de la cual deberíamos haber partido; falló nuestra simpatía por el huevo, que habíamos olvidado, porque no lo veíamos, y no supimos vivir por dentro, hacer nuestro el proceso de su cocción.




Antonio Machado. Juan de Mairena, 1936.

Imagen: René Magritte. Les affinités électives, 1932.

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