A Isabel
Banal.
Un árbol meciéndose, bebiéndose en mar,
haciéndose, deshaciéndose.
La palabra. Lo real o su espejo.
Esta herida abierta ¿es acaso labios, carne que separa,
hueco que une y acoge abriéndose para recibir la luz?
Predomina la abierta cicatriz que envuelve como llaga,
la angustia, la opresión de paredes, el estrecho túnel,
lo desconocido que llega a un mínimo horizonte sin
retorno.
Predomina la herida, la historia gravitando
con su peso insoportable
(será Sísifo la imagen, el hombre vencido
que asciende por la cantera de Mauthausen?)
en ese espacio sin asideros, suspendido
en el abismo azul de los siglos,
en el reflejo de lo acontecido y lo por venir,
en esta palabra inscrita en el mar
como un descenso, una permanencia, una pregunta.
Este es el lugar de la ausencia, lo borrado, lo perdido.
Y es el lugar de la huella,
donde nada ha sido dicho en vano.
Están.
Siempre de espaldas, ascendiendo,
por el espacio en blanco de la historia,
con maletas, colchones, fardos, bolsas de plástico,
como una nube a punto de cruzar la página
o una mujer subiendo las escaleras de un cementerio
con el liviano peso de la memoria y la fidelidad,
como agua caída, en una tumba, sobre las flores.
Están.
Minúsculas figuras sin rostro que salen de unas maletas
y desorientadas caminan por las baldosas de lo incierto.
Este es el lugar de la palabra.
De lo escrito sobre el mar.
De lo apenas legible.
Es el lugar de la piedad,
de la maleta azul,
el cuaderno, la cartera negra.
El lugar de lo perdido y su presencia.
Es la hora detenida,
el exacto lugar de la palabra.
Antonio Crespo Massieu. Los regresados. Ediciones del 4 de agosto, 2014.
Imagen: Amalia García Fuertes. Portbou, 2011.
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