Érase una vez - contaron
a mi niñez sin problemas -
un señor muy bondadoso
que era el amo de esta
tierra.
Todo le pertenecía:
las hormigas, las estrellas,
los trigales y los hombres,
sus vidas y sus haciendas.
Y el señor era tan bueno,
y era tanta la obediencia
de los que a sus pies
vivían,
que nunca usó de su fuerza
contra su pueblo, ni nunca
bebió más sangre de aquélla
que estrictamente calmara
la sed que con él naciera.
Vive en este pueblo ahora
- me dijeron a la vuelta
de unos años - un cacique
que, a quien levanta cabeza,
se la parte con el bastos,
con la espada la cercena,
pone la copa de oros
debajo y de sangre llena,
se la bebe, y nuevamente
vuelve a buscar la manera
de que nunca falte vino,
para que la gente sepa
que el señor está borracho
y no hay que darle más
vueltas.
Vendrá un tiempo - le dirán
a mi máscara decrépita -
cuando el tiempo que decías
que iba a ser tiempo de
siega
se ponga al rojo más vivo,
y Frank Stein se convenza
con su inocente simpleza,
en que Drácula o Lacuard,
von Urdalac o quien sea,
con tal de seguir teniendo
por el mango la cazuela,
se olvidará de lo dicho,
se quitará la careta,
y a todos los Larry Talbot
pondrá camisas de fuerza.
Carlos Álvarez. Aullido de licántropo. Bartleby, 2014.
Imagen: George Waggner. El hombre lobo, 1941.
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