A Mariana Izquierdo
y
Pedro Majadas
El opulento rico, a la sombra del canto
de un duro, se hizo sabio.
Ascendió
a la montaña de su magisterio
y habló a los desgraciados con voz misericorde.
“Esta mañana
estuve en el “Central” y en el de “Crédito”;
me tomé altura en sus cajas de caudales;
y un director me dijo que os hacía falta
un crédito de pena, y aquí os traigo
las lágrimas. Llorad, hijos, llorad.
Que no se rompa el pecho de silencio.
Y si lo deseáis
(porque a veces las almas tienen caprichos tontos)
permito, incluso, que me desatéis
los cordones de mis zapatos.
Pero
llorad;
porque esa al fin es la más importante
razón del pobre”.
Y
todos, al momento,
prorrumpieron en una desdicha acongojante.
Lloraron por sus muertos,
por los hijos desnudos,
por los presentes y por los ausentes.
Y el millonario, con palabras de oro
les prometió la gloria eterna,
a Pedro, a Juan, y al otro más extraño
que, al no tener vestido, tenía su pudor
como un iluso en este pobre mundo.
“A todos, hijos míos,
el bienestar os profetizo. Y sabed
que cuando hablo, mi palabra tiene
asiento en muchos Bancos”.
Y
todos
los benditos de Dios, movieron la cabeza
con fiel asentimiento,
mientras el último tributo de sus lágrimas
cayó de nuevo entre las suaves manos
del hombre de oro que las llevaría
a otras aldeas, con otros engaños,
para que las sorbieran otros pobres más pobres.
Gaspar Moisés Gómez. Sinfonías concretas.
Diputación de León, 1970.
Imagen: J. P. Morgan golpeando a un fotógrafo con su
bastón.
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