jueves, 2 de abril de 2015

La de Puertohurraco



Los que hablan del piso nuevo

y las cuentas de la casa,

escuchen lo que es familia,

aprendan cómo se mata.


En Puertohurraco, señores,

en la Serena secana,

que es un arroyo que parte

en dos las ventitrés casas,


estalló el amor de madre

y la flor de la venganza,

que de tiempo atrás venía

criándose mal regada.


En Monterrubio vivían,

de Puertohurraco apartadas,

las dos hermanas Izquierdo,

que eran Ángela y Luciana,


con Emilio y con Antonio,

sus dos hermanos del alma,

hablando poco con ellos,

que son de pocas palabras;


vivían sin ver la calle,

con las persianas bajadas;

hasta para ir a las compras

a sus hermanos mandaban;


cerradas día tras día,

cuidando la flor sagrada,

solas las dos con la Tele,

donde el rosario rezaban


            : : : : :


“Oye, hermana, que esta noche

otra vez se me ha soñado,

la madre en su cama ardiendo,

los ojos casi ya blancos.”


“Eso no son sueños, Ángela,

que su espíritu ultrajado,

que viene a pedir justicia,

que viene a buscar descanso.”


“Sí, pero en tanto, Luciana,

se va yendo año tras año,

y nada hacemos por ella,

y el amor se va gastando:


tú ya pasas de sesenta,

yo a cincuenta estoy llegando,

y entre tú y yo, de aquí a poco,

serán viejos los hermanos;


como no nos demos prisa,

ya todo se irá olvidando.”

“Eso nunca, Ángela, nunca:

aquí no hay olvido, ¿estamos?”


“Pero ¿qué sirve nosotras,

si los hombres dan de mano?”

“Ellos son muy buenos hijos,

aunque sean algo tardos:


bien sabes que sólo viven

pal ganado y pal trabajo

y que no tienen más vicio

que cazar de vez en cuando.”


“Ya los sé: son nuestros hombres;

son nuestros y nuestros, claro.

Pero acaso de la historia

ellos no están tan al tanto


como nosotras, que aquí

cada día la rezamos.”

“Pues, si tan lerdos los cuentas,

habrá otra vez que contárselo.


Antonio, Emilio: quería

Ángela deciros algo.”

“No, Luciana, que tú sabes

mejor hacer el relato.”


            : : : : :


“Hoy hace ya los seis años

que en su casa y en su catre

a nuestra madre quemaron,

que el Dios del cielo la guarde.


Nosotras en Puertohurraco

estábamos esa tarde,

y vimos arder la casa

y en la casa nuestra madre:


por nuestros ojos la veis

vosotros que allí no estábais.

Fuego de saña prendieron

unas manos criminales,


que en el pueblo todavía

bullen y danzan triunfantes,

y crían como benditos

hijos o hijas a pares.


Allí la casa ha quedado

tal y cual tras el desastre,

para que bien lo recuerde

todo el que por allí pase.”


Ángela con la cabeza

va punteando el romance;

con ronco gemido asienten

los dos hermanos leales.


“Y bien sabéis que la inquina

venía de mucho antes,

que os han sembrado la vida

de mil afrentas y ultrajes.


No tengo que recordaros,

que bien de hiel que tragásteis,

cuando al hermano Jerónimo

lo metieron en la cárcel,


por portarse como un hombre,

por castigar a un infame,

y allí hasta que se pudrió

por no poder bien vengarse;


y cuando, siendo yo niña

(bien se lo oísteis a madre),

al tío Daniel llevaron

a prisión unos cobardes,


porque quiso defender

la honra de los familiares.

Luego vino aquella guerra

con alboroto tan grande:


creerían que con la guerra

nuestro asunto iba a olvidarse;

pero bien se equivocaban

que en esta guerra no hay paces.”


Ángela con la cabeza

va punteando el romance;

con ronco gemido asienten

los dos hermanos leales.


“Pues sabed que Puertohurraco

lo fundaron nuestros padres

hace un siglo, y los Izquierdo

son sus gentes naturales.


Luego vino esa ralea

que, por venir de ultramares,

quisieron hacerse allí

los amos y mandamases;


pero eso no será nunca,

¡por los ojos de la madre!,

mientras haya Izquierdos vivos

y no se mezclen las sangres.


Isabel, como locuela,

quiso rendirse y casarse;

pero Ángela y yo quedamos,

como monjas, como mártires,


sólo a velar por vosotros

y a que la fe no se apague

y arda como esa llamita

que ahí en el aceite arde.”


Ángela con la cabeza

va punteando el romance;

con ronco gemido asienten

los dos hermanos leales.


            : : : : :


Una tarde al fin de Agosto,

al levantar de la siesta,

a sus hermanas los hombres

les hablan de esta manera:


“Vosotras iros de viaje

a los recados que sean.

A Puertohurraco el domingo

vamos a echar unas cuentas.”


El domingo por la tarde,

estando el pueblo a la fresca,

allí se les plantan ambos

y con sendas escopetas.


Lo que pasó ya lo saben,

que bien lo contó la Prensa:

a la voz de “Aquí venimos

para vengar a la muerta”,


dispararon a mansalva

sobre la gente revuelta,

buscando a los Cabanillas,

pero caiga quien cayera.


A siete dejaron muertos,

entre ellos dos rapazuelas

de un Cabanillas, Antonio,

que iban aún a la escuela,


más otros cuantos heridos,

que luego alguno muriera,

y aún, para sacar a otros,

aporreaban las puertas.


Los atraparon los guardias,

como al jabalí de las breñas,

y a justicia los llevaron

al Juzgado de Castuera;


y hubo a los dos que encerrarlos

solos en muy fuerte celda,

porque Antonio Cabanillas

anda rondando la Audiencia


con un cuchillo en el cinto

y atrás navaja barbera.

Allí seguirán callando

a espera de la sentencia.


            : : : : :


Con las hermanas han dado

allá en Madrid villa y corte,

en esa estación de Atocha,

entre neón y altavoces,


queriendo volverse al pueblo,

que no digan que se esconden.

Agentes las acompañan,

y ya en el tren, tope a tope,


van queriendo sonsacarles

qué saben o cómo y dónde;

ellas “No sabemos nada”,

y “Nada” otra vez responden.


Cuando uno a Luciana dice

“¿Qué hay de cierto, usted perdone,

de que hace treinta años

hubo un conato de amores


entre Antonio Cabanillas

y usted?, muy seria se pone:

“No conozco a ese señor

ni nunca he oído su nombre”.


Ángela con la cabeza

va confirmando los noes.


            : : : : :


A espera de la Justicia

siguen todos en el trance,

justicia que no es venganza;

que, por justa que la saquen,


no dará vida a los muertos;

y a los otros, que les canten

que perdónalos, Señor,

que no saben lo que hacen.




Agustín García Calvo. Ramo de romances y baladas. Lucina, 1991.

Imagen: Carlos Saura. El séptimo día, 2004.

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