Los que hablan del piso nuevo
y las cuentas de la casa,
escuchen lo que es familia,
aprendan cómo se mata.
En Puertohurraco, señores,
en la Serena secana,
que es un arroyo que parte
en dos las ventitrés casas,
estalló el amor de madre
y la flor de la venganza,
que de tiempo atrás venía
criándose mal regada.
En Monterrubio vivían,
de Puertohurraco apartadas,
las dos hermanas Izquierdo,
que eran Ángela y Luciana,
con Emilio y con Antonio,
sus dos hermanos del alma,
hablando poco con ellos,
que son de pocas palabras;
vivían sin ver la calle,
con las persianas bajadas;
hasta para ir a las compras
a sus hermanos mandaban;
cerradas día tras día,
cuidando la flor sagrada,
solas las dos con la Tele,
donde el rosario rezaban
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“Oye, hermana, que esta noche
otra vez se me ha soñado,
la madre en su cama ardiendo,
los ojos casi ya blancos.”
“Eso no son sueños, Ángela,
que su espíritu ultrajado,
que viene a pedir justicia,
que viene a buscar descanso.”
“Sí, pero en tanto, Luciana,
se va yendo año tras año,
y nada hacemos por ella,
y el amor se va gastando:
tú ya pasas de sesenta,
yo a cincuenta estoy llegando,
y entre tú y yo, de aquí a poco,
serán viejos los hermanos;
como no nos demos prisa,
ya todo se irá olvidando.”
“Eso nunca, Ángela, nunca:
aquí no hay olvido, ¿estamos?”
“Pero ¿qué sirve nosotras,
si los hombres dan de mano?”
“Ellos son muy buenos hijos,
aunque sean algo tardos:
bien sabes que sólo viven
pal ganado y pal trabajo
y que no tienen más vicio
que cazar de vez en cuando.”
“Ya los sé: son nuestros hombres;
son nuestros y nuestros, claro.
Pero acaso de la historia
ellos no están tan al tanto
como nosotras, que aquí
cada día la rezamos.”
“Pues, si tan lerdos los cuentas,
habrá otra vez que contárselo.
Antonio, Emilio: quería
Ángela deciros algo.”
“No, Luciana, que tú sabes
mejor hacer el relato.”
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“Hoy hace ya los seis años
que en su casa y en su catre
a nuestra madre quemaron,
que el Dios del cielo la guarde.
Nosotras en Puertohurraco
estábamos esa tarde,
y vimos arder la casa
y en la casa nuestra madre:
por nuestros ojos la veis
vosotros que allí no estábais.
Fuego de saña prendieron
unas manos criminales,
que en el pueblo todavía
bullen y danzan triunfantes,
y crían como benditos
hijos o hijas a pares.
Allí la casa ha quedado
tal y cual tras el desastre,
para que bien lo recuerde
todo el que por allí pase.”
Ángela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.
“Y bien sabéis que la inquina
venía de mucho antes,
que os han sembrado la vida
de mil afrentas y ultrajes.
No tengo que recordaros,
que bien de hiel que tragásteis,
cuando al hermano
Jerónimo
lo metieron en la cárcel,
por portarse como un hombre,
por castigar a un infame,
y allí hasta que se pudrió
por no poder bien vengarse;
y cuando, siendo yo niña
(bien se lo oísteis a madre),
al tío Daniel llevaron
a prisión unos cobardes,
porque quiso defender
la honra de los familiares.
Luego vino aquella guerra
con alboroto tan grande:
creerían que con la guerra
nuestro asunto iba a olvidarse;
pero bien se equivocaban
que en esta guerra no hay paces.”
Ángela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.
“Pues sabed que Puertohurraco
lo fundaron nuestros padres
hace un siglo, y los Izquierdo
son sus gentes naturales.
Luego vino esa ralea
que, por venir de ultramares,
quisieron hacerse allí
los amos y mandamases;
pero eso no será nunca,
¡por los ojos de la madre!,
mientras haya Izquierdos vivos
y no se mezclen las sangres.
Isabel, como locuela,
quiso rendirse y casarse;
pero Ángela y yo quedamos,
como monjas, como mártires,
sólo a velar por vosotros
y a que la fe no se apague
y arda como esa llamita
que ahí en el aceite arde.”
Ángela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.
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Una tarde al fin de Agosto,
al levantar de la siesta,
a sus hermanas los hombres
les hablan de esta manera:
“Vosotras iros de viaje
a los recados que sean.
A Puertohurraco el domingo
vamos a echar unas cuentas.”
El domingo por la tarde,
estando el pueblo a la fresca,
allí se les plantan ambos
y con sendas escopetas.
Lo que pasó ya lo saben,
que bien lo contó la Prensa:
a la voz de “Aquí venimos
para vengar a la muerta”,
dispararon a mansalva
sobre la gente revuelta,
buscando a los Cabanillas,
pero caiga quien cayera.
A siete dejaron muertos,
entre ellos dos rapazuelas
de un Cabanillas, Antonio,
que iban aún a la escuela,
más otros cuantos heridos,
que luego alguno muriera,
y aún, para sacar a otros,
aporreaban las puertas.
Los atraparon los guardias,
como al jabalí de las breñas,
y a justicia los llevaron
al Juzgado de Castuera;
y hubo a los dos que encerrarlos
solos en muy fuerte celda,
porque Antonio Cabanillas
anda rondando la Audiencia
con un cuchillo en el cinto
y atrás navaja barbera.
Allí seguirán callando
a espera de la sentencia.
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Con las hermanas han dado
allá en Madrid villa y corte,
en esa estación de Atocha,
entre neón y altavoces,
queriendo volverse al pueblo,
que no digan que se esconden.
Agentes las acompañan,
y ya en el tren, tope a tope,
van queriendo sonsacarles
qué saben o cómo y dónde;
ellas “No sabemos nada”,
y “Nada” otra vez responden.
Cuando uno a Luciana dice
“¿Qué hay de cierto, usted perdone,
de que hace treinta años
hubo un conato de amores
entre Antonio Cabanillas
y usted?, muy seria se pone:
“No conozco a ese señor
ni nunca he oído su nombre”.
Ángela con la cabeza
va confirmando los noes.
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A espera de la Justicia
siguen todos en el trance,
justicia que no es venganza;
que, por justa que la saquen,
no dará vida a los muertos;
y a los otros, que les canten
que perdónalos, Señor,
que no saben lo que hacen.
Agustín García Calvo. Ramo
de romances y baladas. Lucina, 1991.
Imagen: Carlos Saura. El
séptimo día, 2004.
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