Aparecen
de pronto.
¡No están
muertos!
Y
si no hablan, es porque las palabras
no
dicen sino cosas sin sentido,
por
ejemplo: <<Hace frío>>, cuando tienen
pequeñas
llamas rojas en la lengua.
¿Qué
música lejana, qué resuelto
compás
impone ritmo a su asombrado
despertar
cada día…? ¡No están muertos!
Un
corazón les nace con el alba.
Son
–desteñido azul– agua profunda,
río
de frescas márgenes, que busca
su
mar de cal y de ladrillo, su hondo
pozo
de mineral que hierve y canta.
Cruzan
por alamedas con rosales
y
les llega un olor de noble tierra.
Los
mármoles, al sol, recobran brillos
de
recóndita rabia o sudor frío.
Pero
no se detienen. –¿Están muertos?–.
Indiferentes
marchan, escuchando
dentro
de sí lejanos ecos. ¿Miran
la
evidencia total de la mañana?
Los
muertos viven sin saber. Pero ellos
viven
de su vivir, tan plenamente
que
algo que no es la luz ni el aire tiene
concretas
resonancias en su sangre.
Si
quisieran gritar, lo harían, porque
no
están muertos, conocen la palabra
que
sólo se pronuncia desde el sueño
y
es, como un toro, violenta y ácida.
Aparecen
de pronto. –¿De qué ocultos
manantiales
de vida?– y permanecen
en
la esperanza de los hombres.
¡Viven
soportando
futuro a las espaldas…
Victoriano
Crémer. Nuevos cantos de vida y esperanza,
1952.
Imagen:
Lorenzo Viani. Consuetudine, 1907-09.
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