Mirar la tierra, contemplar
su misterio de la misma manera
que se observan los secretos del fuego.
Sentir las brasas
de los huesos sin nombre,
la llama incandescente del cráneo
crepitando en su alzado de inocencia.
Notar de pronto
el frío y el espanto anónimo
en el hogar candente del cadáver.
Palpar el cuarzo de los tuétanos
ya desaparecidos,
calibrar el silencio igual
que se tienta en el aire el hervor
cuajado de leña.
A las ascuas de las heridas
aún no acude
la materia roñosa
de la memoria silenciada,
ni su ceniza sorprendida sopla
la calderilla de tanto mutismo cómplice.
A la luz de la greda y a las piedras
abrasadas por la vergüenza
no
se acerca,
el ácido trémulo de la osamenta,
ni a su espiga reseca el estremecimiento
apagado por piedad, es posible,
tras el tiro de gracia.
Mirar la tierra,
la tumba aterruñada de agonía;
observar en su espacio
la muerte destapada tras el miedo.
Buscar en los despojos
de la historia los pétalos de la luz,
la semilla del silencio sublevado.
Las flores nuevas,
arcilla de la vida, saben
del alivio del frío y del cobijo
del hielo fértil nacido en la piel
de los asesinados.
La tierra guarda, para siempre,
el calor y los sueños
que le fueron ungidos por la vida.
Mirar su abismo con desprendimiento,
y guarecer sin tiempo
su lluvia cuando escampe.
Luis Ramos de la Torre. Entre cunetas. Baile del Sol, 2015.
Imagen: Castelao. La
última lección del maestro, 1937.
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