I
Tú mismo lo dijiste:
«Aquí sí es peligroso».
Te referías
a la luz de las llanuras altas,
a su aire tan claro y transparente,
al paso de las aves
por los senderos del espacio,
a la brillante flota de las constelaciones,
al rumor del Duero,
que tampoco da tregua.
Pero no se trataba sólo de eso:
en el fondo,
te estabas refiriendo a la pureza,
a la honda verdad que se desprende
de lo que vive en plenitud y es libre,
y deja
en quien contempla tanta maravilla
un poso de nostalgia
y el temor a no ser
digno de recibir dones tan altos.
¿Basta el deseo para merecerlos?
¿Qué otras credenciales avalaban
tu avidez?
Ignorabas, temías.
La luz aquella que te deslumbraba
ilumina la meta, no el camino.
Para quien anda a tientas,
y no sabe,
la noche abierta es un peligro hermoso.
II
Tal vez pretendías ser
en lo que te asombraba,
no quedar fuera sino estar en ello:
participar
en la clara labor
de la alta nube pasajera,
compartir el vuelo
de las golondrinas, capaces
de irse y de volver sin perder nada,
alentar en el viento
de primavera
y orear
la sequedad del tiempo injusto nuestro,
diluirte en la luz de la meseta
para que la llanura te respire.
III
Sin embargo,
para que se cumpliese tu destino
debías quedarte fuera,
desposeído, nunca dueño
de lo que deseabas.
Lo comprendiste pronto:
porque
no poseemos,
vemos.
Y la indigencia decidió tu suerte:
ser el espía, el delator del mundo
en sus formas más libres y más puras.
Delación sin traición,
denuncia clara de ningún delito,
sino revelación de lo que puede
con su ejemplo de total entrega
dignificar la vida humana.
En la inmensa justicia de la luz,
en el súbito
renuevo de los olmos, en
la solidaridad
del pino en el pinar de amanecida:
ahí estaba el peligro.
IV
Y sin embargo
no abandonaste nunca el campo
a lo que te agredía y rehusaba;
jamás cediste
al insistente acoso
de las estrellas cada vez más próximas,
ni hurtaste el cuerpo a sus lanzadas.
Para vencer el miedo
te aliaste con el miedo,
lo hiciste tuyo,
te amparaste en su turbia compañía.
Librarte de él hubiera equivalido
a renunciar a la esperanza,
y eso jamás lo hiciste.
Aunque bien sabías
que es la esperanza la que engendra el miedo.
V
Levantaste la voz para decirlo,
alzaste tu palabra hasta dejarla
en vilo, incólume,
salvadora y salvada
en el espacio prodigioso
donde pueden pisarse las estrellas.
Y lo hiciste en un vuelo
alto y valiente
que nosotros miramos deslumbrados,
pendientes de sus giros
con la misma emoción y el mismo asombro
con que tú contemplabas
la infinita materia de tu canto.
Ángel González. En Rumoroso cauce. Nuevas lecturas sobre
Claudio Rodríguez. Edición de Philip W. Silver. Páginas de espuma, 2010.
Imagen: Vincent Van Gogh. Noche estrellada sobre el Ródano,1888.
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