La muchedumbre se apretuja, expectante, a dos metros de la verja, rechazada por los guardias. Mujeres y niños. Los hombres son raros. Casi todos viejos.
Una muchedumbre enlutada, triste. La miseria recorre toda su escala en estos rostros trabajados por la misma vida. A la vista de esta muchedumbre, se descubre una vida organizada en serie, sin escape. Todos exhalan el mismo olor, el olor de la miseria, un olor agriamente forjado al roce de los días sucediéndose idénticos. Es una muchedumbre compacta. ¿Dónde acaba cada uno y empieza la muchedumbre? ¿Dónde acaba esta y empieza el individuo? Ella late en un corazón unánime. Se personaliza en este latido único que mana de todos al mismo ritmo. La ansiedad, el sufrimiento, la espera, los confunden, los hermanan en el mismo latido. El paquete que cada uno aprieta contra sí está hecho del mismo amor, del mismo sacrificio, del mismo destino o destinatario.
Al otro lado de la verja, de otras verjas, otra muchedumbre, millares de hombres separados de la libertad por otros hombres, viven la misma espera, la misma angustia, apretadamente, hombro con hombro. Y saltando el muro, sin que los guardias lo sospechen, las dos muchedumbres se han fundido. El aire es un abrazo clandestino.
En los rostros de los guardias, hoscos, amenazadores como las bocas carnívoras, hambrientas, de sus fusiles, ¿quién podría ver reflejada la satisfacción del deber cumplido? Los guardianes del Orden velan por el exacto funcionamiento del dinero –o lo que sus poseedores llaman «la sociedad»– enseñando los dientes a esta muchedumbre cuya miseria la hace sospechosa, subversiva.
Estos niños son los herederos de la miseria y del odio de los hombres que están dentro, enjaulados como fieras. Las manos de estos niños, ahora guiadas por sus madres, se cerrarán mañana sobre el odio. Y cuando la cólera les haga gritar, se encontrarán frente a los mismo fusiles, frente a los mismos perros amaestrados prestos a domiciliarlos en la cárcel o en la tumba. Les está fijado su sitio. ¡Ay del que se sienta incómodo en él! Estos fusiles frente a la muchedumbre son la advertencia. La jauría solo espera que les quiten los bozales –una simple orden– para saltar sobre esta multitud humillada como la oveja que babea el miedo ante el lobo. Esta muchedumbre apretujada es el porvenir de esas balas que, agazapadas en la recámara, saltarán puntuales a la cita de la orden y del gatillo. Esta muchedumbre, que se deja ahora conducir por el patio para quedar agolpada ante la puerta del locutorio. Cuando se abre esta, todos se precipitan para ocupar la primera fila ante la tela metálica, tras la cual hay un corredor de unos dos metros de anchura. Tras el corredor, una reja.
Miguel Salabert. El exilio interior. Edición de Isabel Touton y Germán Labrador. Epílogo: Juana Salabert. Hoja de lata, 2025.
Imagen: Lorenzo Viani




