Al principio
éramos
cuatro o cinco,
como siempre, todos
más bien bajitos,
algo de alopecia
en la mirada y en
el aire un sudor de familia.
Vergonzosos de
mostrarnos, mas
alegres por
dentro, como quien desde abajo construye alta una verdad.
Hacía algo de aire
y los escaparates iluminaban
y los transeúntes
sólo veían su propio reflejo.
El primer grito,
¿quién lo dio? ¿Quién alzó el primer puño?
Inmediatamente,
coreamos todos la
consigna como quien salda una larga deuda
y por fin
descansa.
Las palabras
calentaban y nos mirábamos.
Cuando apareció la
policía ya éramos cien. Todos gritando, todos
un solo corazón,
un solo carné de identidad.
Los coches ya se
paraban y los uniformes tenían sus dudas.
Cuando los gritos
de la ciudad estallaron bajo las estrellas
como fuegos
artificiales,
había manos en
cada esquina que se entrelazaban con fuerza.
Y una sola
consigna que transportaba el viento.
Una sola consigna.
Contra la propia
muerte.
Amanecía.
Conrado Santamaría
Imagen: Juan Genovés. El
abrazo.
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