A veces
imaginas un milagro, la mayor revolución de la faz de la Tierra; la información
sobre derechos humanos y crimen internacional que trabajosamente puede
rastrearse en archivos casi secretos llega a toda la gente.
Sueñas
que alguno de los medios poderosos, transfigurado, decide informarnos de la
situación real del mundo, y que quedan al descubierto las manos invisibles que
mueven el guiñol.
Podríamos
saber entonces cómo, dónde y por qué se cultiva la blanca o roja amapola que
produce gran parte del dolor y la delincuencia, y uno de los mayores negocios
del planeta. Sabríamos que ha habido otras guerras del opio y las han ganado,
cómo se mueven los hilos desde arriba.
Y entenderíamos
la importancia de los paraísos fiscales que vigilan Norteamérica, que salpican
Europa, santuarios inviolables, el secreto alquímico de cómo se transforma allí
toda la suciedad del mundo en lingotes dorados.
Veríamos
cómo el coste de extracción de los diamantes se reduce notablemente a base de
guerras tribales, esclavitud y genocidio; cómo las piedras más bellas llegan a
los cuellos más seductores impregnadas de sangre y sufrimiento.
Y
podríamos sentir toda la tragedia de esos niños soldados cuya vida es un
extraño juego de matar y morir, y estaríamos cerca de los adultos extenuados
que llevan a sus hijos en brazos. Veríamos todo el dolor y toda la muerte que
existen sólo porque alguien gana dinero con ellos.
Veríamos
mercancías. Veríamos gente. Y veríamos gente que son mercancías, engañados,
arrastrados y aniquilados por los caminos del mundo.
Sabríamos
que no existe ley porque a los que gobiernan no les interesa la ley, les
interesa la ganancia. Sabríamos por qué no existe esperanza, por qué no existe
ningún lugar donde esconderse.
Quedaría
al descubierto la densa maraña de mentiras, los grandes nombres que sirven como
coartadas siniestras, la criminal codicia que atenaza al planeta, la dimensión
y profundidad del océano de ignorancia y estupidez que nos envuelve.
Cómo
el colapso del sistema educativo y la publicidad desactivan nuestro cerebro y
lo convierten en rosada gelatina comestible.
Veríamos
que no somos nosotros los que estamos aquí, que suplanta nuestra identidad una
versátil colección de mascotas amaestradas cuya voz es una selección de baladas
e himnos patrióticos.
Veríamos
que nuestros huesos y nuestras vísceras son ignorancia cobarde.
Jesús Aller. Recuerda. LLibros del Pexe, 2004.
Imagen: Ann Veronica Janssens. Mist room, 1999.
No hay comentarios:
Publicar un comentario