Puedo
asegurarlo:
llegará
un día en que los hombres,
al
grito de “rompan filas” que sonará en los cinco continentes,
se
desharán para siempre de la guerra:
mas
esa paz no se obtendrá
blandiendo
una bandera blanca,
un
harapo de aurora,
entre
dos o más oscuridades en pugna.
Ni
regalando manojos de palomas
al
traficante de armas,
o
cantándole canciones de cuna
a la
niña de sus ojos.
Ni
soltando parvadas de preces
para
horadar la cerilla
de
la divina sordera.
La
manera de conquistarla,
y de
poner los cimientos,
las
raíces del milagro,
del
otro mundo que es posible,
tiene
que ver con la toma de conciencia,
la
metamorfosis, la inconformidad
de
la mano.
La
mano puede hallarse ahí, sobre el brazo del sillón,
sin
hacer nada, fingiendo inexistencia,
puede
tomar un serrucho y practicar con él
las
cuatro operaciones aritméticas básicas.
Puede
sacarle punta al lápiz
para
que de nuevo relampaguee
la
poesía.
Puede
saltar a la guitarra, como mi hijo Guillermo,
para
ir dejando poco a poco en libertad
el
concentrado de aves
que
encarcelan las cuerdas en su entraña.
Mas
para conquistar la paz
es
preciso que la mano haga violencia sobre sí misma,
se
transmude en piedra,
en
mazo,
en
granada,
en
sorpresa conspirativa,
que
crezca no sólo al tamaño de nuestro odio
sino
que exceda la fuerza del adversario.
¿Que
un poema no es una bazuca?
¿Que
el sudor ennegrecido por la faena
no
puede ser comparado,
ni
torciéndole el brazo a la metáfora,
con
la polvora?
¿Que
lo ideal no puede nada,
lo
que se dice nada,
contra
la férrea obcecación
de
una fortaleza?
Quién
lo duda. No somos tan ingenuos.
Pero
hay valentías, maneras de organizarse,
cuentas
pendientes, desesperaciones sin marcha atrás,
solidaridad
de géneros, granitos de arena,
inteligencias
lucidísimas que piensan
las
24 horas del día en cómo desencadenar
la
gran descompostura de lo existente,
hombres
y mujeres que están dispuestos a dar todos
sus
entresijos,
millones
de voluntarios dispuestos a pisotear todos y cada uno
de
los relojes que marean el curso del sistema imperante.
Las
manos pertenecen a esta estirpe.
Las
manos vueltas sobre sí, conscientes,
conformando
cerebros con sus puños.
Las
que aprietan su autonomía
como
don del cielo,
las
que se hallan encinta,
las
que saben qué quieren y a dónde ir.
Las
que se empuñan a sí mismas.
Las
que toman la forma de primeras piedras
del
nuevo mundo.
Enrique González Rojo
Arthur. En Entre los poetas míos… Enrique
González Rojo. Colección Antológica de Poesía Social, vol. 143. Biblioteca
Omegalfa, 2020.
Imagen: Eugène Laermans. En marche, 1893-1894.