Dijo Camilo:
–Lanosa sostiene, en sus cartas contra mi persona, que si
el Estado me ordenara exterminar progenies, y me impusiera la condición de
aceptar la misión o tornar a esta ciudad, degradado al salario de tres obreros,
yo asumiría aquella empresa. El buen Lanosa lleva razón; mi mujer piensa como
él, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse; entre
seres inteligentes, el silencio resulta cláusula de convivencia. Insinuado el
cometido, mi impulso inicial, según Lanosilla, consistiría en negar la
colaboración; pero, tras meditar concordadamente, acabaría por acceder,
discurriendo como sigue: “De no participar yo, otros participarán y realizarán
el empeño; demás que me limitaré a verificar mandatos”. Lanosa posee razón; mi
esposa piensa igual, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben
explicitarse. Cuando un hombre se ha guindado hasta la clase gobernante, no
puede retroceder a la marginación. En la ocasión que ahora trato, las afueras
del goce no aparecerían representadas únicamente por el triste salario de tres
obreros, sino por el hecho de contemplar la sonrisa de mis hermanos, ver que mi
padre se permite aconsejarme o escuchar de tu boca ciertas advertencias.
Prosiguió:
–El individuo de Estado se configura mediante la
altanería, el orgullo y el desprecio de quienes rodearon su vida anterior; si
deviene inoperante, aquellas gentes se vengan con su mera presencia. ¿Podría yo
soportar un suceso tal? Entre servir al Estado cenando con embajadores o
aniquilando pueblos, el avispado elige sin vacilación; mas cuando no cabe
opción, la sensatez ha de inclinarse ante el destino. Lanosa me imagina
comisionado para recibir los hígados de los ejecutados, contabilizarlos y dar
cuenta a mis superiores; considera que, durante la primera semana, inventarío
cincuenta mil vísceras, y que, al regresar al hogar, para descansar, describo a
mi esposa los temblores, los mareos y las náuseas anejas a la operación, por lo
cual propongo reposar en un balneario. Lanosa acopia razón; mi mujer piensa
igual, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse. En la
segunda semana del estrenado menester, adviene a mis manos el bazo de una niña,
acontecimiento que perturba cualquier serenidad; entonces redacto un informe,
sugiriendo a mis benefactores que las vísceras no se exhiban, en adelante, con
etiquetas de origen, documento que valoro como digno de mi moralidad. Al entrar
nuevamente en el hogar, relato aquel incidente, y, para consolar a mi esposa,
menciono la pretensión de adquirir un castillo con los emolumentos de mi
trabajo. lanosa tiene razón; mi mujer piensa igual, aunque calla, porque
existen cuestiones que no deben explicitarse.
Añadió:
–Llegado este momento, conozco, por casualidad, que un
anodino como Fernandito Panduro ha sido enviado embajador, y, en consecuencia,
transcurro la tercera semana entre reflexivas depresiones, comparando mi
suerte, francamente gris, con la fortuna de Fernandito; mientras aprecio la
inmundicia de los hígados circundado de ensangrentados jiferos, conjeturo sin
querer: “ Tal vez Fernandito esté disfrutando la caza del zorro”; antes de
terminar esta oración, siento nacer en mi corazón el odio contra los
condenados, culpables de mi oficio; al punto doy en exigir agilidad y rendimiento
a los matarifes. Al pisar el hogar,
sermoneo a mi esposa sobre la pravedad de los penitenciados y la urgencia de
crear un método más expeditivo para eliminarlos. Amanecida la cuarta semana,
experimento la impaciencia de empezar las ejecuciones y sus disecciones;
encargo que los jiferos inicien su labor con los niños, cuando el sol asome, y
que vayan ascendiendo en edades conforme crece el día, hasta concluir con los
ancianos; se trata de un decreto opaco y sin aparente sentido, que ni siquiera
Lanosa sabe explicar; a juicio de Lanosilla, en el fondo de tal mandamiento,
como en todos mis actos, anida el terror de que, devuelto a esta ciudad, mi
hermana pueda espetarme, al tiempo que se abanica: “Y tú, Camilo, ¿qué piensas
hacer ahora?”
Calló, bebió, pergeñó un gesto agrio y siguió parsimoniosamente:
–A la quinta semana, revisando las inmensas cubas,
repletas de chorreantes y rojizas vísceras, vivo el cataclismo del espanto, y
ello acrece mi furor; según me horrorizo, me ensaño, lo cual llamo ligazón del
verdugo con la víctima; desde esa hora, la necesidad de matar fluye de mi
interioridad, como atributo de amor; con
desbordante emoción llego a constatarme misterio ontológico: soy, en efecto, la
potencia que contradice la Creación. A la sexta semana determino sistematizar el
matadero, hasta entonces desordenado: decido abrir fosas jamás calculadas;
ordeno rapar la mitad exacta de cada cabeza femenina, y la totalidad de las
masculinas, que marco a fuego; dispongo la minuciosa trituración de los
cráneos, tras su mondado químico, e instalo en mi despacho un ingenio para
escuchar el chasquido de la máquina que machaca parietales, temporales,
frontales, occipitales, etmoides, esfenoides y maxilares; unas veces, el
artilugio emite un crac-cro; otras, un cra-cri; y otras, un crac-crac; un imprevisto
pánico me mueve, en ocasiones, a enterrar rápidamente los despojos y limpiar la
tripería, borrando así toda señal; en semejante precipitación, mis subordinados
adivinan la presencia de un inexplicable malestar; cuando esto ocurre, la tarea
se alarga hasta la extenuación.
La voz de Camilo insistía con precisión y arrogancia; sus
ojos me escrutaban sin piedad.
–A la séptima semana –continuó– resuelvo empaparme de los
rostros y figuras de los supliciados; uno de ellos, las tibias casi al
descubierto, me observa como si no existiéramos; carece de la flexibilidad del
animal, de la placidez del vegetal y de la impavidez de la piedra; sólo es una
mirada, algo tan pavoroso como el sueño de lo imposible, parece obra de un dios
loco; intuyo que no le importará siquiera morir. Ante tal espectáculo, surge de
mi mente la siguiente expresión: “¡Extraños condenados!”. En este instante
advierto una vigorosa dialéctica: los ejecutados encarnan la otra cara de mi
esposa, en cuyas pupilas se esconde la mirada de aquel acuclillado; si
contemplo el semblante de Clotilde, ya no distingo al inmolado, y si reparo en
las cuencas casi vacía del miserable, ya no vislumbro a mi Clotilde; la
gentileza, la paz, la dulce voz y el confiado estar que manan de mi mujer son
el reverso del campo de ejecuciones; así, ella misma queda definida, en cierta
forma, como el otro ser del matadero; por ello necesito ambas comparecencias.
Enmudeció unos segundos.
–La octava semana me depara una sorpresa: el degolladero
no puede funcionar por falta de materia –dijo–; entonces averiguo que Ramón
Dosalvas, mandón de otra tablajería, ha dado en hurtarme, mediante intrigas e influencias,
reatas enteras de penitenciados. Viajo a la gran ciudad, formulo largos
escritos, sobradamente probados, desenmascaro a Dosalvas y me beneficio de cien
disculpas, sonrisas y plácemes; de paso, ceno con dos embajadores. Al fin obtengo
promesas de extender la matanza a razas análogas, logro que la morralla se
reparta equitativamente y percibo de mis benefactores una bandeja de plata, un
collar de diamantes, la efigie del Poder y el salario, a perpetuidad, de
trescientos contables; sitúo mi hogar en un castillo; mi hija crece, mi mujer
lee y borda; retorno a esta ciudad cada año, ocupo un lujoso hotel y me niego a
recibir a mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y mis cuñados.
Miguel Espinosa. La fea burguesía. Alfaguara, 1990.
Imagen: Terry Gilliam. Brazil, 1985.
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