Un canto.
Quisiera
un canto
que hiciese estallar en cien palabras ciegas
la palabra intocable.
Un
canto.
Mas nunca la palabra como ídolo obeso,
alimentado
de ideas que lo fueron y carcome la lluvia.
La explosión de un silencio.
Un canto nuevo, mío, de mi prójimo,
del adolescente sin palabras que espera ser nombrado,
de la mujer cuyo deseo sube
en borbotón sangriento a la pálida frente,
de éste que me acusa silencioso,
que silenciosamente me combate,
porque acaso no ignora
que una sola palabra bastaría
para arrasar el mundo,
para extinguir el odio
y arrastrarnos.
El equilibrio de una sola hoja
viva sobre la nieve,
la duración fugaz de los otoños,
el sueño indefinido
del año oscuro y la naturaleza,
la posesión feraz de las semillas,
el secreto enterrado,
la sucesión remota de las madres y del aire infalible,
el hilo roto, el argumento roto
del navegante que regresa después de mucho tiempo
y ya no reconoce lo que amaba.
Ven tú que tardas,
amanecer que tardas bajo la costra opaca
de los considerandos y las consecuencias,
de la moral al uso y su negro negocio,
del rito, del corchete, la liturgia,
la reverencia, el miedo en que no queda
de la fe ni una lágrima
que no hayan de antemano entregado o vendido
como mercadería o propaganda.
Dura la noche,
la pasión amarilla del cobarde,
la postura fetal de la avaricia,
la putrefacta risa de la hiena,
el fingido reposo de aquel que bien quisiera
ahuyentar lo vivido, la lámina acerada
del puñal y el amor inocente.
¿Por ese sueño he combatido?
José Ángel Valente. La memoria y los signos, 1960-1965. En El fulgor. Antología poética (1953-2000).
Galaxia Gutenberg, 2001.
Imagen: Regreso a casa.
URSS, 1943.
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