Por la calle pasa un obrero. ¡Qué firme va! No tiene blusa. En el cuento, en el drama, en el discurso político, el dolor del obrero está en la blusa azul, de paño grueso, en las manos gruesas, en los pies enormes, en las incomodidades enormes. Este es un hombre común, apenas más oscuro que los demás, y con una significación extraña en el cuerpo, que carga designios y secretos. ¿A dónde va, pisando así tan firme? No sé. La fábrica quedó allá atrás. Delante está solo el campo, con algunos árboles, el gran anuncio de gasolina americana y los cables, los cables, los cables. Al obrero no le sobra tiempo para advertir que llevan y traen mensajes, que hablan de Rusia, del Araguaia, de los Estados Unidos. No oye, en la Cámara de los Diputados, al líder de la oposición vociferando. Camina por el campo y apenas repara que allí corre agua, que más adelante hace calor. ¿Adónde va el obrero? Me daría vergüenza llamarlo mi hermano. Él sabe que no lo es, nunca fue mi hermano, que no nos entenderemos nunca. Y me desprecia... O tal vez sea yo mismo quien se desprecie ante sus ojos. Siento vergüenza y voluntad de encararlo: una fascinación casi me obliga a saltar por la ventana, a caer frente a él, cortarle la marcha, por lo menos implorarle que detenga la marcha. Ahora está caminando por el mar. Yo pensaba que este era el privilegio de algunos santos y navíos. Pero no hay ninguna santidad en el obrero, y no veo ruedas ni hélices en su cuerpo, aparentemente banal. Siento que el mar se acobardó y lo dejó pasar. ¿Dónde están nuestros ejércitos que no impidieron el milagro? Pero ahora veo que el obrero está cansado y que se ha mojado, no mucho, pero se ha mojado, y peces se escurren de sus manos. Lo veo que se gira y me dirige una sonrisa húmeda. La palidez y confusión de su rostro son la tarde misma que se descompone. De aquí a un minuto será de noche y estaremos irremediablemente separados por las circunstancias atmosféricas, yo en tierra firme, él en medio del mar. Único y precario agente de enlace entre nosotros, su sonrisa cada vez más fría atraviesa las grandes masas líquidas, choca contra las formaciones salinas, las fortalezas de la costa, las medusas, atraviesa todo y viene a besarme el rostro, traerme una esperanza de comprensión. Sí, ¿quién sabe si algún día lo comprenderé?
Operário do mar
Na rua passa um operário. Como vai firme! Não tem blusa. No conto, no drama, no discurso político, a dor do operário está na blusa azul, de pano grosso, nas mãos grossas, nos pés enormes, nos desconfortos enormes. Esse é um homem comum, apenas mais escuro que os outros, e com uma significação estranha no corpo, que carrega desígnios e segredos. Para onde vai ele, pisando assim tão firme? Não sei. A fábrica ficou lá atrás. Adiante é só o campo, com algumas árvores, o grande anúncio de gasolina americana e os fios, os fios, os fios. O operário não lhe sobra tempo de perceber que eles levam e trazem mensagens, que contam da Rússia, do Araguaia, dos Estados Unidos. Não ouve, na Câmara dos Deputados, o líder oposicionista vociferando. Caminha no campo e apenas repara que ali corre água, que mais adiante faz calor. Para onde vai o operário? Teria vergonha de chamá-lo meu irmão. Ele sabe que não é, nunca foi meu irmão, que não nos entenderemos nunca. E me despreza... Ou talvez seja eu próprio que me despreze a seus olhos. Tenho vergonha e vontade de encará-lo: uma fascinação quase me obriga a pular a janela, a cair em frente dele, sustar-lhe a marcha, pelo menos implorar lhe que suste a marcha. Agora está caminhando no mar. Eu pensava que isso fosse privilégio de alguns santos e de navios. Mas não há nenhuma santidade no operário, e não vejo rodas nem hélices no seu corpo, aparentemente banal. Sinto que o mar se acovardou e deixou-o passar. Onde estão nossos exércitos que não impediram o milagre? Mas agora vejo que o operário está cansado e que se molhou, não muito, mas se molhou, e peixes escorrem de suas mãos. Vejo-o que se volta e me dirige um sorriso úmido. A palidez e confusão do seu rosto são a própria tarde que se decompõe. Daqui a um minuto será noite e estaremos irremediavelmente separados pelas circunstâncias atmosféricas, eu em terra firme, ele no meio do mar. Único e precário agente de ligação entre nós, seu sorriso cada vez mais frio atravessa as grandes massas líquidas, choca-se contra as formações salinas, as fortalezas da costa, as medusas, atravessa tudo e vem beijar-me o rosto, trazer-me uma esperança de compreensão. Sim, quem sabe se um dia o compreenderei?
Carlos Drummond de Andrade. Sentimento do mundo. Pongetti, 1940. Traducción: Conrado Santamaría
Imagen: Bo Bartlett. Signal, 2000.
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