Entró en el Café Central y tomó
asiento en su antigua mesa. Mármoles, espejos, conversaciones: todo era igual y
todo diferente. Cuando el camarero le sirvió el té y el Apfelstrudel, dejó de sonreír. Vio el tren, las alambradas, el
látigo, la alta chimenea del humo ignominioso. Ese té en el Central era el
sentido que se obligó a forjarse para sobrevivir durante los tres años. Había
perdido todo: posición, amigos, familia, pasado y futuro. No pudo tocar la
taza. Desesperadamente solo, recriminó a su dios que la muerte le hubiera
postergado.
Conrado Santamaría
Imagen: Egon Schiele. Los videntes de sí mismos (La muerte y el
hombre), 1911.
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