Era su mueble idolatrado. Había sacrificado
toda su vida para poder adquirirlo. Todos los días, después de trabajar, le
quitaba el polvo con una gamuza nueva y lo hacía resplandecer con el
abrillantador más perfumado. Y todos los años, durante las vacaciones, lo pulía
y lo barnizaba hasta darle un aspecto mejor que recién salido de fábrica. Para
él la felicidad consistía en recibir a las visitas en el salón y, mientras
tomaban el té, hablarles con entusiasmo durante horas de la calidad de la madera,
de la exquisita suavidad del forro azul y blanco. Insistía en que lo
comprobaran todo con sus propias manos. Las visitas no solían volver. Pero él
nunca se acostaba sin acariciarlo y soñaba con el día en que pudiera vivir para
siempre dentro de aquel paraíso de seda y caoba. A veces sufría por los golpes
y rozaduras que la negligencia de unos operarios sin alma podría causarle
cuando al fin lo bajaran a su residencia definitiva.
Conrado Santamaría
Imagen: Cristina García Rodero. Peregrinación a Santa Marta de Ribarteme,
Galicia, 1981
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