¿Por
qué la filosofía ha proclamado que el simulacro es nuestra única naturaleza?
¿Por
qué ha escrito que la verdadera autenticidad queda en adelante excluida del
mundo, que la aspiración por lo auténtico no es más que una ilusión?
2010.
En el centro de la ciudad una niña, con un 80% de minusvalía psíquica, hace
parpadear sus ojos detrás de la ventana de su cuarto.
Una
lágrima, del color del alumbrado público, le flota en la mejilla.
Tiene
23 años.
No
controla esfínteres.
Se
asusta de su flujo menstrual.
En
su pañal las figuras de unos dibujos animados recrean una serie televisiva de
gran audiencia.
Está
sola, como siempre, junto a la pantalla encendida de su ordenador.
Hace
sonar sus dientes como si estuviera masticando un puñado de cristales.
Vive
en una habitación insonorizada, lejos de todo, para que sus ruidos no perturben
el ruido cotidiano de las cosas.
Cerca
de allí, las cámaras de vigilancia registran el trabajo de las prostitutas.
La
calle es una conversación soez en una lengua extranjera.
Hay
gestos que provocan a las autoridades educadas en la moral del Opus Dei.
Los
vertederos sociales son inadmisibles, dicen.
Cuando
la policía llega, huele a hamburguesas y a salsas de McDonald`s.
La
guerra por la seguridad está por todas partes, basta que alguien alce el brazo
armado del dinero.
Es
mejor no huir, declarar la identidad.
Ser
arrojada sobre la pared y registrada a fondo.
Es
mejor obedecer aunque sea una humillación.
Cualquier
sentimiento queda anulado por la Ley de Orden Público.
La
niña no duerme, no duerme nunca.
Los
intervalos del sueño le llegan discontinuos desde esas ondas televisivas que
lanzan sus ficciones a la tierra de nadie en que ella habita.
Mira
por la ventana a la claridad nocturna.
No
se puede saber qué piensa, si oye las voces de la policía ahí abajo, las
sirenas, el tráfico de coches en la avenida.
Su
pensamiento tiene un territorio propio: el del miedo.
En
la acera el contenido de los bolsos de las prostitutas es inspeccionado a
fondo.
Alguien
recoge la fotografía de una niña con los rasgos de la cara devastados por la
enfermedad y lo transmite por radio.
Los
clientes miran desde los bares.
De
camino a los furgones, aún se espera la llegada de las horas más difíciles.
Aún
se espera que la historia haga su aparición y abrase este maldito país.
Como
todas las noches las sacudidas de los nervios le zumban a la niña debajo de la
piel.
Su
pequeño yo se dispersa y convulsiona.
De
poco sirve el contenido de las pastillas, la terapia educativa, los psicólogos
sociales.
De
poco sirve llorar por un poco de amor.
Para
no oír aquello que le late en la cabeza, se mete los dedos en los oídos hasta
hacerse daño.
Su
corazón podría ocupar la página de sucesos de todos los informativos.
Un
gato chino no deja de saludar con el brazo.
Ella
retira la almohada y descubre el pequeño agujero abierto en la pared.
Escarba
con las uñas en el yeso.
Sueña
que algún día podrá escaparse por ahí.
Mira.
Dentro ve mundos que nadie ve.
Escucha
la rotación de las esferas, las nubes de electricidad cósmica, las corrientes
de la luz.
Todo
es inmenso y bello, casi como una nueva realidad que está naciendo.
Diego
Doncel. El fin del mundo en las
televisiones. Visor, 2015.
Imagen:
Diane Arbus.
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