La mortandad no es
negociable, salvo en casos de extremo desequilibrio gestionario. A más muertos
remotos, más vivos adyacentes. En ningún caso deben computarse indigencias y
estragos subalternos: el hambre, la ignorancia, la lenta enfermedad, el terror
de estar solo, las torturas endémicas y algunas otras muertes interinas. La fundación
de la barbarie devora así sus propios dividendos. En las sala de juntas del
piso 32 hay un mapa del mundo donde un pulcro edecán ha ido marcando líneas isobélicas,
órbitas combustibles, zonas utilitarias de exterminio. Acólitos conectan con
acólitos que asimismo conectan con acólitos que se vigilan mutuamente y no
atenderán nunca la llamada de ese maldito muerto que desea saber qué horrible
cosa está pasando. Un rutinario síntoma de alarma cunde discretamente por
gerencias, polígonos, factorías, cuarteles. Pero es sólo un instante. El Justicia
Mayor acaba de dictar su veredicto: hay que acallar definitivamente al muerto.
José Manuel Caballero
Bonald. Laberinto de fortuna, 1984.
En Somos el tiempo que nos queda. Obra
poética completa 1952-2009. Austral, 2011.
Imagen: Robert Frank.
London, 1952.
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