Salgo afuera, al aire de los pinos
una mañana de enero en Nuevo México.
Parada justo entre el confort del hogar
y el rostro rocoso de mi montaña
mis ojos se lavan en la familiaridad y el asombro.
Cada rama de pluma de apache
cada flor de cactus está iluminada.
Me acarician todos los colores del invierno.
Lentamente, me doy cuenta de mi respiración,
de afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera,
tal inmensidad expandiendo y contrayendo los pulmones
en un ritmo fácil.
Pero de pronto el paisaje se torna
las calles llenas de humo de Bagdad.
Y una mujer, quizás de mi misma edad,
quizás idéntica a mí en temperamento y esperanzas,
lucha para respirar mientras corre.
Pero no existe para ella lugar seguro.
No existe en esa ciudad de mezquitas boca arriba,
como blanco recientemente pintado,
junto a las aguas del Tigris.
En Bagdad, donde mira la mujer
el humo negro que tose en las puertas
las llamas que succionan las aristas de los edificios
que ya dejaron de ser edificios,
que ya dejaron de ser hogares,
donde el llanto de un niño no se apaga.
En el resplandor de esta mañana en Nuevo México
otra vez respiro.
No puedo comprender cómo ni por qué
soy capaz de inhalar este aire
y exhalarlo de nuevo.
No lo puedo comprender.
¿Cómo es posible que mi gobierno
en este preciso instante continúe aplastando
a un pueblo a medio mundo de distancia?
Más de 15.000 ataques
es la contabilidad de una noche de noticias.
Más de 22.000. Más de 55.0000.
Ahora ni siquiera publican los números
porque los números y el daño no concuerdan.
Y yo acá, entera,
respiro este aire frío y limpio.
Al menos, debería quemarme con esta contaminación
que viaja como el sonido
a su punto de origen.
La mujer a quien me asemejo,
siento su mano sobre la mía.
¿Qué mirarán sus ojos ahora?
¿Algún día seremos hermanas?
Margaret Randall. En Poesía social y revolucionaria del Siglo XX. Selección y notas: Jorge Brega. Versión del poema: Margaret Randall. Editorial Ágora, 2012.
Imagen: Dawoud Abu Alkas. Gaza, 2024.
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