martes, 27 de mayo de 2014

El último día



El día estaba nublado. Nadie decidía

soplaba un viento suave: “No es el gregos es el siroco” dijo alguien.

Delgados cipreses en la ladera y un poco más lejos

la mar gris con estanques de luz.

Los soldados presentaban armas cuando empezó a lloviznar.

“No es el gregos es el siroco” fue la única decisión expresada.

Y sin embargo sabíamos que al alba siguiente no nos quedaría ya

nada, ni la mujer bebiendo a nuestro lado el sueño

ni el recuerdo de que fuimos hombres un día,

nada ya al siguiente amanecer.


“Este viento me recuerda la primavera” decía la amiga

que caminaba a mi lado mirando a lo lejos “la primavera

que cayó de pronto en el invierno cerca del mar cerrado.

Tan de improviso. Pasaron tantos años. ¿Cómo moriremos?”


Una mancha fúnebre suspendida en la delgada lluvia.

¿Cómo muere un hombre? Es extraño que nadie lo haya pensado

y quienes lo pensaron lo hicieron como si recordaran antiguas crónicas

de la época de las cruzadas o de la batalla naval de Salamina.

Y sin embargo la muerte es algo que sucede: ¿cómo muere un hombre?

Y sin embargo ganamos nuestra muerte, nuestra propia muerte, que no pertenece a ningún otro

y ese juego es la vida.

Descendía la luz bajo el día nublado, nadie decidía.

Al siguiente amanecer no nos quedaría nada; lo entregaríamos todo; ni nuestras manos;

nuestras mujeres trabajando para el extranjero en el acarreo de agua y nuestros hijos

en las canteras.

Mi amiga cantaba caminando a mi lado una canción entrecortada

“La primavera, el verano, esclavos…”

Se acordaba uno de los viejos maestros que nos dejaron huérfanos.

Una pareja pasó charlando:

“Estoy cansado del crepúsculo, vamos a casa

vamos a nuestra casa para encender la luz.”


                                                           Atenas, febrero del 39


Yorgos Seferis. Diario de a bordo I. En Yorgos Seferis. Júcar, 1988. Traducción: José Antonio Moreno Jurado

Imagen: Theo Anegelópoulos. Eleni, 2004.

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