El niño está sentado en la capilla.
Oye “eternidad”, “castigo”, “infierno”, “desesperación”, “siempre”,
“siempre”, “siempre”.
El niño siente escalofríos.
Ve la lamparilla del sagrario como el corazón de otro
niño martirizado.
El niño suda y tiene frío y siente rabia y deseos de
llorar.
La Inmaculada le parece una jovencita casquivana,
hipócrita, cursimente pintada.
El niño se levanta tres segundos después de los otros
niños.
Cantan “perdón oh Dios mío / perdón e indulgencia / perdón
y piedad”.
El niño tiene atragantado en la garganta un caramelo de
colores.
“Quién al mirarte exánime / no siente el pecho herido /
habiéndote ofendido / con negra ingratitud.”
El niño está intensamente cabreado.
Salen de la capilla. Cabecean. Arrastran los pies. Entran
en el comedor.
El niño percibe el asqueroso olor a café con leche de
todas las mañanas, todas las tardes.
El padre prefecto le parece un perfecto hijo de puta.
El niño sale al patio, da pequeñas patadas a las
piedrecitas, bebe agua de la fuente con llave de metal amarillo.
Anochece húmedamente, no hay estrellas que valgan, no hay
salida, no hay Dios.
El niño siente un deseo irreprimible de juntarse a los
niños de la calle, de tocar el culo a Rosita al ayudarla a montarse en la bici.
Todo sea a mayor gloria de Dios y de los acciones de los
Bancos bendecidos siete veces siete.
Blas de Otero. 12 – 2 – 1969. Hojas de Madrid con La galerna. Galaxia Gutemberg, Círculo de
lectores, 2010.
Imagen: Jean Vigo. Cero
en conducta, 1933.
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