Hamlet
fue ingresado bajo vigilancia en el centro
psiquiátrico de Nevermore después de propiciar algunas revoluciones.
Dijeron que temían que la
locura lo llevara al suicidio.
La
psiquiatría, sin embargo, solo era para ellos una forma de higiene pública, de
mantener a salvo todo el orden social:
todas las ideas peligrosas
debían ser encerradas.
Por
la noche, los partes meteorológicos hacían caer la nieve como en un vídeo del
fin del mundo.
El
viento sonaba desde lejos en la misma frecuencia que las frecuencias policiales.
Las
sombras no eran un estado donde comunicarse con los muertos, una vía para la
revelación.
Aplacaron
la ira de Hamlet con la ira de las leyes.
Volvieron
su odio en un arma disparada en su propia cabeza.
Las
descargas eléctricas lo convirtieron en un filósofo de la duda:
dudaba
de quién era y de la verdadera naturaleza de lo que estaba fuera de él.
Las
traiciones alimentaban el poder.
¿Dónde
estaban los justos?, se preguntaba. ¿Dónde en quién confiar?
El
dinero era obra de crímenes y de mentiras.
Ser
poderoso era una forma de corrupción.
Nadie,
excepto los muertos, podía decir que estuviera vivo.
A
través de los cristales veía un cielo blanco como un montón de pastillas
derramadas encima de la mesa.
El
hielo en las ventanas era un fármaco más.
Por
la noche iluminaban fuertemente su habitación para que no durmiera.
En
la potente claridad veía espectros y mundos invisibles.
En
los labios se agrietaba su saliva.
Oía
voces que habían dejado de existir.
Sus
ojos estaban apresados por enigmas, por la deslealtad al amor.
Dicen
que cometió crímenes y provocó catástrofes.
Que
nada en el mundo después de él volvió a ser igual.
Diego
Doncel. El fin del mundo en las
televisiones. Visor, 2015.
Imagen: Raymond Depardon. Manicomio. Italia, 1977-1981
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