miércoles, 21 de octubre de 2015

Un lugar para no dormir



Hamlet fue ingresado bajo vigilancia en el centro psiquiátrico de Nevermore después de propiciar algunas revoluciones.

Dijeron que temían que la locura lo llevara al suicidio.

La psiquiatría, sin embargo, solo era para ellos una forma de higiene pública, de mantener a salvo todo el orden social:

todas las ideas peligrosas debían ser encerradas.

Por la noche, los partes meteorológicos hacían caer la nieve como en un vídeo del fin del mundo.

El viento sonaba desde lejos en la misma frecuencia que las frecuencias policiales.

Las sombras no eran un estado donde comunicarse con los muertos, una vía para la revelación.

Aplacaron la ira de Hamlet con la ira de las leyes.

Volvieron su odio en un arma disparada en su propia cabeza.

Las descargas eléctricas lo convirtieron en un filósofo de la duda:

dudaba de quién era y de la verdadera naturaleza de lo que estaba fuera de él.

Las traiciones alimentaban el poder.

¿Dónde estaban los justos?, se preguntaba. ¿Dónde en quién confiar?

El dinero era obra de crímenes y de mentiras.

Ser poderoso era una forma de corrupción.

Nadie, excepto los muertos, podía decir que estuviera vivo.

A través de los cristales veía un cielo blanco como un montón de pastillas derramadas encima de la mesa.

El hielo en las ventanas era un fármaco más.

Por la noche iluminaban fuertemente su habitación para que no durmiera.

En la potente claridad veía espectros y mundos invisibles.

En los labios se agrietaba su saliva.

Oía voces que habían dejado de existir.

Sus ojos estaban apresados por enigmas, por la deslealtad al amor.

Dicen que cometió crímenes y provocó catástrofes.

Que nada en el mundo después de él volvió a ser igual.



Diego Doncel. El fin del mundo en las televisiones. Visor, 2015.

Imagen: Raymond Depardon. Manicomio. Italia, 1977-1981

No hay comentarios:

Publicar un comentario