Las
autoridades rodearon al viejo, y todos comenzaron a caminar, seguidos del
Pueblo, que saltaba y brincaba alborozado, por lo cual se dijo que la
gentecilla es fácil de contentar. Al alcanzar un cruce de callejas, apareció una
figura andrajosa, momeando como loco.
–¡El
Santo!, ¡el Santo! –gritó la plebe.
El
recién surgido, todo descompuesto, intentó aproximarse al Gran Padre, pero los
alcaldes trataron de impedirlo decididamente. Hubo gritos y forcejeos.
–¡No
le hagáis mal! Dejadle llegar–susurró dulce el Calificador de los Hechos.
El
círculo de los triposos se abrió entre el silencio y el temor de muchos. El
harapiento se acuclilló, juntó las manos y exclamó:
–Por
piedad, Gran Padre, permite que te escupa. Perdona el antojo y deja que lo
cumpla por los cincuenta mil años que llevas gobernando, los sesenta millones
de comidas y los doscientos mil quintales de trigo sosegadamente cocidos por tu
estómago.
–Hijo,
¿cómo contabilizaste mis comidas? ¿Dónde guardas el ábaco?–preguntó el Cara
Pocha.
–Cada
vez que engullías, marcaba mi piel con un corte. Contempla la seca badana de mi
cuerpo; tus dientes la mordieron durante cincuenta milenios.
–¿También
contaste mis insomnios y reflexiones? ¿Dónde están sus marcas?–inquirió el
Mandarín, de acuerdo con una liturgia establecida desde siglos.
–No
me hagas reír, Cara Pocha. No me hagas reír, que soy viejo y me quiebro.
Háblame con tu Diccionario(9); no con la jerga que usas para el Pueblo, pues
somos de una misma edad y sabemos igual. ¡Toma! –contestó el andrajoso. E
intentó escupirle, afán que hubiera realizado de no intervenir un individuo
corpulento, que lo aferró, lo vapuleó, y manifestó:
–¿Me
conoces, Plácido? Soy el alcalde de los Tres Alcaldes. Sé que desde joven te
inclinas a la Verdad, como por mujer, y
pretendes imponerla contra lo conveniente; mas te digo que el recto orden no
precisa de la misma. ¡Míranos! Somos los buenos padres, fundamento de la
Estructura; poseemos esposas e hijos; del Poder recibimos seguridad y
mantenimientos. ¿Qué puede importarnos la Verdad? ¿Qué añadiría a nuestra vida?
Quien es alguien, posee la razón de su estómago, víscera inocente, o de sus
pasiones, necesidad social. ¿Habrás tú de combatir la inocencia y la necesidad?
Deja, pues, que las cosas sigan como están; deja que los señorones dispongan;
deja que sus criados rapemos algo; y deja que el Pueblo bese la mano que no
puede cortar. Los hombres honorables recelamos de quienes comen poco, porque la
atonía intestinal predispone hacia la zarrapastrosa Verdad, coima de los
pobretes. ¡Incorpórate a nuestra facción, Plácido, y desampara la Verdad! No
olvides que eres un Santo y puedes codearte con la casta gobernante. ¡Aprende a
comer! ¡Ten pasiones!
Antes
de que respondiera el andrajoso, la gentecilla comenzó a gritar:
–¡Queremos
la Verdad!, Bartolomé. Somos tan miseriosos que no nos importa cambiar de amo.
–¿Has
oído, santo estúpido? –agregó el alcalde–. Mira lo que lograste con tus
desurbanidades: soliviantar al Pueblo, que, en el fondo, desea nuestras cabezas.
Mas repito que la Tierra no se hizo para el Pueblo, la Verdad ni los santos.
Por esto hubo necesidad de crear la Vida Celestial, a fin de que tengáis la
justicia en Aquel Día Tan Debido(10). ¡Desengáñate!, Plácido, y pásate a
nuestra parcialidad. Júntate con las dignísimas autoridades, los propietarios y
los prometedores de futuras Glorias.
–¡Lo
siento, Bartolomé! ¡No me has convencido! –replicó el harapiento–. Debiste
saber que no se puede hablar a los santos con sentido común; la sensatez
contraría nuestra afición por lo trágico. Aunque intentes filosofar con
vocablos oficiales, eres una fruta silvestre, un lacayo de tus amos y un jayán
sin más luces que su estómago autodidacto. Hueles a ropilla oficial y guiso de
homenaje.
Una
tormenta de rubor inundó al alcalde y sonrojó las cicatrices de su cabeza,
hasta entonces disimuladas. Su estampa se tornó feroz.
–Eres
incorregible, santo de mierda, vieja víbora, vergüenza de tu aldea –exclamó tartamudo–. Te trataré con un buen
palo.
–No
te enfurezcas, autoridad –repuso tranquilamente el andrajoso–. No te sulfures,
Bartolomé, que se enrojecen los estigmas que dejaron en tu cabeza las pedradas
de los campesinos, cuando, en otros tiempos, huías por las eras como ladrón de
trigo. Entonces eras un mondamuertos que restregaba la panza por el estiércol
de los cabrones. ¿Os acordáis?
–¡Vaya
si nos acordamos! –murmuró el Pueblo.
El
alcalde quiso pegar al pingajoso, pero la plebe gritó:
–¡Cuidado!
Es nuestro Santo.
El
alcalde retuvo el brazo, volvióse hacia la canalla y susurró:
–Os
lo compro.
Hubo
silencio. La gentecilla cabildeó.
–Un
santo ha de valer mucho. –declaró al cabo. Y añadió llorando:– ¡Perdónanos,
Plácido, Hijo de Eliezer! Estamos hambrientos.
–¡Sea!,
hermanos. ¡Vendedme! –replicó inesperadamente el andrajoso–. Me adelanto al
trato para que nadie pueda hacer este fácil juicio: “Tan baja es la canalla que
vende a sus profetas”. No somos nosotros, sino la Estructura, quien determina
estos sucesos y sus reglas. Yo vine a escupir al Cara Pocha, y vosotros, a
contemplar alegres una bufonada. Sin embargo, nos vemos vendidos y vendedores.
¡Tanto puede la Fatalidad en el Pueblo! ellos, los alcaldes y los mandarines,
son hombres de porvenir, y nosotros, de destino. He aquí la diferencia.
–Quisiéramos
no venderte, ser decentes, actuar generosos, poseer honor y directores de
nuestra conciencia. Pero tenemos que comer. Esta es la contradicción –manifestó
el Pueblo entre espantosos llantos.
Miguel Espinosa. Escuela de Mandarines. Editorial
Regional de Murcia, 1992.
Imagen: Jules
Bastien-Lepage. Diógenes, 1873.
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