Como si quedara adherido a los objetos
algo del enigma del bien
bañando con una luz antigua
este lugar y los ojos que contemplan
la serena belleza que aquí habita,
rescoldo de gestos que aún viven.
Como si lo aquí sucedido
(la nobleza, las risas,
el solícito cuidado),
lo aquí nacido, ocultado,
lo salvado,
volviera siempre en paredes,
en rojo y ladrillo, en tiempo
detenido y fuera jardín, unos columpios,
una verde, dilatada llanura
y se hiciera escalera y ascendiera al alto torreón,
a claridad de cristal y ropa tendida
y viera un horizonte abierto a la esperanza,
una sencilla e inabarcable belleza.
Como si una mujer de nuevo cansada
escalara sombras, desprecio,
negando campos, persecuciones,
como si este espacio ahuyentara
por siempre el hedor del mal,
lo sucedido y lo venidero.
En esta pajarera de cristal,
jaula de luz donde se contempla
el Rosellón, el cercano pueblo, su catedral,
el lejano Canigó, los montes de una patria
inalcanzable. Aquí en lo alto de este torreón,
este castillo encantado hecho de esfuerzo,
tenaz resistencia, una obstinación de luz,
un coraje día a día repetido, hecho blancura,
acogimiento, donde una mujer mira el paisaje
y libre vuela entre cristales, en lo más alto
de la esperanza y anida sus sueños en el mañana.
Ahora asciendo, llevo su ropa,
sus risas, entro en los tibios cuartos,
oigo los gritos, los llantos recién nacidos,
los juegos, las canciones de nuevo cantadas
(qué música de barrio o verbena
o infancia),
acompaño su torpe caligrafía, las postales
de una Navidad de mujeres barbudas como reyes,
mínimos juguetes y un baile improvisado
con canciones que lo mismo dicen en muchas lenguas,
con ellas entro en las salas, los limpios cuartos
que son gotas de nostalgia bautizados con nombres
pueblos dejados atrás, las sílabas de lo vivido.
Cuartos para lavar, para dormir, para coser,
para parir, para cantar, para contar, cuartos nombrados
como niños que corrieran libres por las calles de la
infancia.
Salvada de la arena del espanto,
de las playas del viento y el frío, de las barracas,
Pepita llamaron a la niña primera aquí nacida
y luego tantos otros nombres
acunados por una terca camaradería
de madres trazando el futuro.
Así llegaron como a un mundo donde hubiera espacio,
a un tiempo que pudiera pertenecerles.
Y como si fuera hijo oculto de un exilio
sin raza, sin patria, como si volviera a la tierra
ingrata que le expulsó, le llamaron Antonio,
y dieron un nombre gentil como cristiano
o sólo derrotado: tú, niño judío
que cobijaron con el engaño de otra lengua
otros niños o niñas confundidos con la luz.
Y todo,
cada gesto mínimo,
cada niña recién nacida,
cada juego, cada risa,
todo permanece,
como si este palacete de blanco y rojo ladrillo,
de escalinatas que ascienden a una azotea
de luz y cristal o bajan a un sótano con acuarelas,
como se esta casa
nos cobijara en el regreso del tiempo
y fuera aún habitada y envolviera
un temblor donde los justos permanecen.
Contemplas
verdad y belleza,
vives el misterio de la bondad:
mujeres hilando, amamantando,
tejiendo risas, acunando lo recién
nacido, lo ahora y siempre salvado.
Este hermoso palacio, esta inmensa llanura,
este azul, este jardín de juegos,
esta azotea donde el tiempo precipita
un vértigo de suave descenso a lo cálido,
lo húmedo, lo recién lavado, cortado,
lo que fue nombrado en las sombras
y permance.
Para que contemples
la bondad y la belleza,
el misterio de su persistencia.
Antonio Crespo Massieu. Obstinada memoria. Amargord,
2015.
Imagen: Autoría no encontrada.
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