La escalera mecánica del metro
sube y baja, ausentada de sí misma.
Su engranaje desplaza aire y hastío,
camina de la nada hasta la nada
mientras hiere con su óxido los dedos
que elevan el ramaje mutilado:
palabras aplastadas, pegotones
de chicle e impaciencia, emoticonos,
hilachas del amor y de la angustia
y esa risa nerviosa en que los martes
se apresuran y bajan y sin remedio.
Pero en el plano adusto de lo real,
en la malla metálica en que quedan
dormidos los zapatos y los bueyes,
las piernas siempre sueñan con la altura.
Como en las instrucciones de Cortázar
cuando subir era también reírse
-alzar el aire con abrazos de aire-,
toca la claridad todos los cuerpos.
Insumisión del día y las gramíneas.
Hay hierba intacta bajo el suelo sucio
y su savia febril concierne al sol.
María Ángeles Pérez López. Fiebre y compasión de los metales. Vaso Roto, 2016.
Imagen: Henri Cartier-Bresson. Moscú, 1954.
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