YA entonces presagiaban sus
pupilas
densos mares de bronce; ya
sus manos
hondeaban confines
desmedidos
como oscuros costados
abiertos por la piedra
violenta.
Frías sangres de plomo y
sobresalto
ahogaban catedrales, como
estrellas
sumergidas; palacios
de resonantes ecos;
hospitales
indiferentes; bancos
alegres como jaulas, y
presidios
como pozos…
Ya entonces, tal el náufrago
asido a su derrota
inevitable,
siente el siniestro giro de
los pájaros
o el tirón submarino de la
muerte,
y el pasado le hiere como un
astro
de hielo, indiferente,
pero gozosamente necesario…
Así, ya entonces, el
recuerdo era
un espeso clavel de aceite y
bruma
brotado entre los dientes de
las olas
como en un triste campo
abandonado:
LA
ciudad derramada por la vega
como
un turbio rebaño.
Banderillas
de chopos, fríamente
clavadas
en el lomo de los campos.
Y
dos ríos morosos, apretándose
las
delgadas cinturas de muchachos.
Alguna
vez el sol de mediodía
desnuda
sus doscientos campanarios.
Y
un clamoreo de veletas locas
centellea
en lo alto.
Hay
un eco profundo de campana
que
conmueve su hondón de polvo y barro.
La
ciudad, abrumada de silencios,
duerme,
barriga al sol, como un lagarto.
Y
allá, por San Froilán, se hace romera
y
se empavona y reza en Jueves Santo.
Si
no fuera que el sol, despavorido,
enciende
los tejados
y
su rejón de fuego se derrama
sobre
el manso recinto amurallado,
diríase
que duerme la ciudad
desde
siempre; que sueñan su trabajo
los
millares de seres que recorren
infatigablemente
el mismo itinerario,
corrompidos
de buenos pensamientos;
que
es de noche todo el día y que ese fardo
de
sombra y de silencio y de morirse
soñando
que se vive, sin soñarlo,
es
eterno.
Y
el hombre se resigna
y
la ciudad, se duerme boca abajo.
¡QUÉ miedo me da la noche
cuando la llaman las calles
estrechas, sin luz de luna,
que no las pasea nadie!...
Yo sé que rojas pupilas
se desnudan como sables
para cortar la garganta
del grito que lleva el aire.
Yo sé que la araña parda
suspende su red, cobarde,
al paso del hombre turbio
a quien la noche le vale.
Yo sé que blancas panteras
acechan en los portales
el paso de los muchachos
con cintura de azahares.
¡Ay qué miedo que me da
la noche sola en las calles
profundas, sin luz de luna,
que no las pasea nadie!
Yo sé que los niños sueñan
con espesos manantiales
salpicados de cabezas
rubias de madre y
arcángeles.
Yo sé… ¡Qué miedo me da
la ciudad tan noche grave;
con esas calles profundas
que no las pasea nadie!
La catedral en lo alto,
traspasada de puñales.
La luna, asesina, atienda
su sonoro desangrarse.
Y
allí fué la primera llamarada
de sus ojos metálicos.
–dos
orbes diminutos, giradores,
intensos
y maduros, proclamando
su
esencial fundamento de hombre en celo.–
Le
mentían los vientos libertades
sorteando
las esquinas de su barrio
y
cruzando los humos de las máquinas
frenéticas
y ardientes como galgos.
La
tierra, allá a lo lejos, se rendía,
adolescente
y pura. Los manzanos
tumultuosos
y lúbricos, mostraban
su
desnudez a un sol desmantelado.
Se
doraban los trigos y, graciosos,
ondulaban
sus tallos
en
una pleamar de oro maduro
estrellada
en el verde de los prados.
¡Oh,
qué ambición de sol, de aire, de vida!
¡qué
imperioso clamor desenfrenado
llamándole,
atrayéndole, sorbiéndole,
con
sus ávidas bocas, desde el campo!
Y
fué allí su primera retirada.
Mentira
de los vientos y del campo,
obsesos
de fecundidad y lumbre,
soñando
sin vivir; acordonados
por
la fría codicia de los hombres
de
corazón amargo…
YA está la ventana abierta
¿qué esperas, Campeador?
Conmovida, la pistola
se aprieta en tu corazón.
Árboles y lejanías
gritan su desolación
y bosques de manos rotas
abren sus llagas al sol.
Ciudades petrificadas.
Lirios en sangre y carbón.
Niños de pechos hundidos
se revuelven al dolor
como gusanos. Te llaman:
¿Qué esperas, Campeador?
La pistola, como un pájaro,
te aletea el corazón.
Estallados cráneos fulgen
como antorchas en tu honor
y negras venas te riegan
el paso dominador.
Desde el forro de la tierra
se abre camino la voz
de los violentos muertos
a quienes Dios olvidó
en su sueño, que te gritan:
¿Qué esperas, Campeador?
La pistola, a dentelladas,
te apresura el corazón.
Era la mañana fría
como un cuchillo. Marchó.
La ventana estaba abierta.
¿Dónde vas, Campeador?
PISTOLAS,
en bandadas silenciosas,
picotean
su sombra temeraria.
Las
ciudades se cierran a su paso
en
una algarabía de cristales
y
el poderoso brazo del tranvía
se
crispa con menudos centelleos.
Tenebrosas
miradas conjuradas
le
aíslan. Revientan los claveles
su
futuro clamor de sangre viva,
y
en los hondos recintos, hombres grises
atienden
a su paso, con angustia
de corzos o ladrones sorprendidos.
Sólo
la noche es suya. Se aproxima
como
un oscuro tigre entristecido
a
los grandes palacios, donde el alba
se
disuelve en los pechos abundantes,
y
sus ojos de acero y de agonía
fulgen
como centellas desmandadas.
PORQUE sucede que la tierra
es un destartalado cementerio
donde almacena el hombre sus
muertos inservibles;
porque los muertos válidos,
los elocuentes muertos,
se hacen junto a las tapias
o en las hondas cunetas solitarias.
Porque sucede que la vida es
un desazonado deshacerse
contra altísimos muros, tras
los que el crimen tiene
amplias ejecutorias,
nobilísimos nombres, sostenidos
contra el clamor oscuro de
los que tienen hambre.
Porque sucede que el Amor es
un contrato minucioso,
suscrito por notarios de
largas manos húmedas y blandas;
o un buscarse frenético,
como mares distantes,
porque los cuerpos crujan y
chasquen en la entrega como podridas vigas.
Porque sucede que los
hombres son antiguos volcanes
por los que la tierra vierte
sus más tristes escombros.
Y en esta ardiente lava, en
este fuego, que sin cesar vomitan,
acendran su corteza de
animales dolientes, condenados.
Porque sucede que la Verdad
es una vieja coima aletargada
como un oscuro sapo, al sol.
Que la Justicia es una dueña zurcidora.
Y la Hermosura, un inefable
don, lejos del hombre,
como una estrella, acaso,
asomándose a un pozo profundísimo.
Por eso te siguieron en
bandadas
pistolas amarillas y
caballos
y desplomaron orbes en tus
mármoles;
por conseguir sacar de ti el
demonio
que con su roja lengua se
burlaba
del imponente aspectos de la
vida.
Y
te mataron, sí. Fué por la espalda.
Tu
hermoso cuerpo de cristal y roca
tembló
en el aire azul de la mañana.
Tu
cuerpo, como un monte, conteniendo
el
pardo asalto de fieras verticales
con
espuma de búfalos enfermos.
Tu
cuerpo, taponando las heridas
por
las que, lentamente, se escapaba el alma
de
una pálida España de ceniza.
Tu
cuerpo sosteniendo, alimentando
la
esperanza del hombre de tu especie
aprestado
a la sombra de tu paso.
Tu
cuerpo hermoso; tu glorioso cuerpo;
luminoso
rompeolas
brotado
de tus mares violentos.
Fué
por la espalda, sí. Fué por la espalda.
La
bala que se abrió paso entre venas
no
te pudo ver la cara.
Te
rendiste en silencio, como un viento
al
que contienen invisibles muros
opuestos
de improviso por los muertos.
FUÉ como si de pronto la
desaluzada garganta del mundo
se sintiera apretada por la
congoja de sangre
derramada por ti.
Fué como un pavor oscuro
brotado de las entrañas de la tierra,
que, en tromba arrebatada,
golpeara los pechos
y paralizara los menudos
corazones de los hombres.
Como blancas corderas
yuguladas por los primeros lirios,
las nubes se rindieron. Los
arroyos, de pronto, retiraron sus aguas
y los peces se abrieron los
vientres en el filo de las piedras blanquísimas.
Del fondo de los sótanos, de
las siniestras galerías de las minas,
brotaron seres atónitos,
cuajados de espanto,
esgrimiendo su desesperanza
al firmamento.
Y de las estepas amarillas,
indiferentes y atroces;
de los húmedos bosques donde
el negro marchita sus pupilas;
de los calcinados arenales,
hendidos por la planta solemne del camello;
de la América, aún virgen;
de la Europa cansada de
parir blancos monstruos;
de la violenta España,
surgió, debió surgir,
surgirá sin duda, el acendrado canto
que acompañe tu muerte
incomparable;
tu desolada muerte, bajo el
celo implacable de los astros.
Victoriano Crémer Alonso. Fábula de B. D. Ediciones Espadaña,
1946.
Imagen: Buenaventura Durruti
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