sábado, 11 de enero de 2020

FÁBULA DE B. D.


YA entonces presagiaban sus pupilas
densos mares de bronce; ya sus manos
hondeaban confines desmedidos
como oscuros costados
abiertos por la piedra violenta.
Frías sangres de plomo y sobresalto
ahogaban catedrales, como estrellas
sumergidas; palacios
de resonantes ecos; hospitales
indiferentes; bancos
alegres como jaulas, y presidios
como pozos…

Ya entonces, tal el náufrago
asido a su derrota inevitable,
siente el siniestro giro de los pájaros
o el tirón submarino de la muerte,
y el pasado le hiere como un astro
de hielo, indiferente,
pero gozosamente necesario…
Así, ya entonces, el recuerdo era
un espeso clavel de aceite y bruma
brotado entre los dientes de las olas
como en un triste campo abandonado:



LA ciudad derramada por la vega
como un turbio rebaño.

Banderillas de chopos, fríamente
clavadas en el lomo de los campos.

Y dos ríos morosos, apretándose
las delgadas cinturas de muchachos.

Alguna vez el sol de mediodía
desnuda sus doscientos campanarios.

Y un clamoreo de veletas locas
centellea en lo alto.

Hay un eco profundo de campana
que conmueve su hondón de polvo y barro.

La ciudad, abrumada de silencios,
duerme, barriga al sol, como un lagarto.

Y allá, por San Froilán, se hace romera
y se empavona y reza en Jueves Santo.

Si no fuera que el sol, despavorido,
enciende los tejados
y su rejón de fuego se derrama
sobre el manso recinto amurallado,
diríase que duerme la ciudad
desde siempre; que sueñan su trabajo
los millares de seres que recorren
infatigablemente el mismo itinerario,
corrompidos de buenos pensamientos;
que es de noche todo el día y que ese fardo
de sombra y de silencio y de morirse
soñando que se vive, sin soñarlo,
es eterno.

Y el hombre se resigna
y la ciudad, se duerme boca abajo.



¡QUÉ miedo me da la noche
cuando la llaman las calles
estrechas, sin luz de luna,
que no las pasea nadie!...

Yo sé que rojas pupilas
se desnudan como sables
para cortar la garganta
del grito que lleva el aire.

Yo sé que la araña parda
suspende su red, cobarde,
al paso del hombre turbio
a quien la noche le vale.

Yo sé que blancas panteras
acechan en los portales
el paso de los muchachos
con cintura de azahares.

¡Ay qué miedo que me da
la noche sola en las calles
profundas, sin luz de luna,
que no las pasea nadie!

Yo sé que los niños sueñan
con espesos manantiales
salpicados de cabezas
rubias de madre y arcángeles.

Yo sé… ¡Qué miedo me da
la ciudad tan noche grave;
con esas calles profundas
que no las pasea nadie!

La catedral en lo alto,
traspasada de puñales.

La luna, asesina, atienda
su sonoro desangrarse.



Y allí fué la primera llamarada
de  sus ojos metálicos.
–dos orbes diminutos, giradores,
intensos y maduros, proclamando
su esencial fundamento de hombre en celo.–

Le mentían los vientos libertades
sorteando las esquinas de su barrio
y cruzando los humos de las máquinas
frenéticas y ardientes como galgos.

La tierra, allá a lo lejos, se rendía,
adolescente y pura. Los manzanos
tumultuosos y lúbricos, mostraban
su desnudez a un sol desmantelado.

Se doraban los trigos y, graciosos,
ondulaban sus tallos
en una pleamar de oro maduro
estrellada en el verde de los prados.

¡Oh, qué ambición de sol, de aire, de vida!
¡qué imperioso clamor desenfrenado
llamándole, atrayéndole, sorbiéndole,
con sus ávidas bocas, desde el campo!

Y fué allí su primera retirada.
Mentira de los vientos y del campo,
obsesos de fecundidad y lumbre,
soñando sin vivir; acordonados
por la fría codicia de los hombres
de corazón amargo…



YA está la ventana abierta
¿qué esperas, Campeador?
Conmovida, la pistola
se aprieta en tu corazón.

Árboles y lejanías
gritan su desolación
y bosques de manos rotas
abren sus llagas al sol.

Ciudades petrificadas.
Lirios en sangre y carbón.
Niños de pechos hundidos
se revuelven al dolor
como gusanos. Te llaman:
¿Qué esperas, Campeador?

La pistola, como un pájaro,
te aletea el corazón.

Estallados cráneos fulgen
como antorchas en tu honor
y negras venas te riegan
el paso dominador.

Desde el forro de la tierra
se abre camino la voz
de los violentos muertos
a quienes Dios olvidó
en su sueño, que te gritan:
¿Qué esperas, Campeador?

La pistola, a dentelladas,
te apresura el corazón.

Era la mañana fría
como un cuchillo. Marchó.
La ventana estaba abierta.
¿Dónde vas, Campeador?



PISTOLAS, en bandadas silenciosas,
picotean su sombra temeraria.
Las ciudades se cierran a su paso
en una algarabía de cristales
y el poderoso brazo del tranvía
se crispa con menudos centelleos.

Tenebrosas miradas conjuradas
le aíslan. Revientan los claveles
su futuro clamor de sangre viva,
y en los hondos recintos, hombres grises
atienden a su paso, con angustia
de corzos o ladrones sorprendidos.

Sólo la noche es suya. Se aproxima
como un oscuro tigre entristecido
a los grandes palacios, donde el alba
se disuelve en los pechos abundantes,
y sus ojos de acero y de agonía
fulgen como centellas desmandadas.



PORQUE sucede que la tierra es un destartalado cementerio
donde almacena el hombre sus muertos inservibles;
porque los muertos válidos, los elocuentes muertos,
se hacen junto a las tapias o en las hondas cunetas solitarias.

Porque sucede que la vida es un desazonado deshacerse
contra altísimos muros, tras los que el crimen tiene
amplias ejecutorias, nobilísimos nombres, sostenidos
contra el clamor oscuro de los que tienen hambre.

Porque sucede que el Amor es un contrato minucioso,
suscrito por notarios de largas manos húmedas y blandas;
o un buscarse frenético, como mares distantes,
porque los cuerpos crujan y chasquen en la entrega como podridas vigas.

Porque sucede que los hombres son antiguos volcanes
por los que la tierra vierte sus más tristes escombros.
Y en esta ardiente lava, en este fuego, que sin cesar vomitan,
acendran su corteza de animales dolientes, condenados.

Porque sucede que la Verdad es una vieja coima aletargada
como un oscuro sapo, al sol. Que la Justicia es una dueña zurcidora.
Y la Hermosura, un inefable don, lejos del hombre,
como una estrella, acaso, asomándose a un pozo profundísimo.

Por eso te siguieron en bandadas
pistolas amarillas y caballos
y desplomaron orbes en tus mármoles;
por conseguir sacar de ti el demonio
que con su roja lengua se burlaba
del imponente aspectos de la vida.



Y te mataron, sí. Fué por la espalda.
Tu hermoso cuerpo de cristal y roca
tembló en el aire azul de la mañana.

Tu cuerpo, como un monte, conteniendo
el pardo asalto de fieras verticales
con espuma de búfalos enfermos.

Tu cuerpo, taponando las heridas
por las que, lentamente, se escapaba el alma
de una pálida España de ceniza.

Tu cuerpo sosteniendo, alimentando
la esperanza del hombre de tu especie
aprestado a la sombra de tu paso.

Tu cuerpo hermoso; tu glorioso cuerpo;
luminoso rompeolas
brotado de tus mares violentos.

Fué por la espalda, sí. Fué por la espalda.
La bala que se abrió paso entre venas
no te pudo ver la cara.

Te rendiste en silencio, como un viento
al que contienen invisibles muros
opuestos de improviso por los muertos.



FUÉ como si de pronto la desaluzada garganta del mundo
se sintiera apretada por la congoja de sangre
derramada por ti.

Fué como un pavor oscuro brotado de las entrañas de la tierra,
que, en tromba arrebatada, golpeara los pechos
y paralizara los menudos corazones de los hombres.

Como blancas corderas yuguladas por los primeros lirios,
las nubes se rindieron. Los arroyos, de pronto, retiraron sus aguas
y los peces se abrieron los vientres en el filo de las piedras blanquísimas.

Del fondo de los sótanos, de las siniestras galerías de las minas,
brotaron seres atónitos, cuajados de espanto,
esgrimiendo su desesperanza al firmamento.

Y de las estepas amarillas, indiferentes y atroces;
de los húmedos bosques donde el negro marchita sus pupilas;
de los calcinados arenales, hendidos por la planta solemne del camello;

de la América, aún virgen;
de la Europa cansada de parir blancos monstruos;
de la violenta España,

surgió, debió surgir, surgirá sin duda, el acendrado canto
que acompañe tu muerte incomparable;
tu desolada muerte, bajo el celo implacable de los astros.




Victoriano Crémer Alonso. Fábula de B. D. Ediciones Espadaña, 1946.

Imagen: Buenaventura Durruti

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