Odian a César y al poder romano.
Se privan de comer la última uvita
pensando en los esclavos que revientan
en las minas de sal o en las galeras.
Hablan de las crueldades del ejército
en Iliria y las Galias.
Atragantados
de jabalí, perdices y terneras
dan un sorbo
de vino siciliano
para empinar los labios pronunciando
las más bellas palabras:
la uuumaaaniiidaaad, el ooombreee, todas ésas
–tan rotundas, tan grandes, tan sonoras–
que apagan la humildad de otras más breves
—como, digamos por ejemplo, gente.
Termina la función. Entran los siervos
a llevarse los restos del convite.
Entonces los patricios se arrebujan
en sus mantos de Chipre.
Con el fuego del goce en sus ojillos,
como un gladiador que hunde el tridente,
enumeran felices los abortos
de Clodia la toscana,
la impotencia de Livio, los avances
del cáncer en Vitelio.
Afirman que es cornudo el viejo Claudio
y sentencian a Flavio por corriente,
un esclavo liberto, un arribista.
Luego al salir despiertan a patadas
al cochero insolado
y marchan con fervor al Palatino
a ofrecer mansamente el triste culo
al magnánimo César.
José Emilio Pacheco.
Irás y no volverás, 1973. En No me
preguntes cómo pasa el tiempo. Poesía II (1964 – 1972). Visor, 2010.
Imagen: Henri Cartier-Bresson. Nueva York, 1960.