Él
hace una llamada de teléfono a un apartamento en el que sabe que no vive nadie.
El
ruido de la línea le hace imaginarse la oscuridad de los espacios vacíos, el
frío de la moqueta y de las paredes.
Oye
el movimiento del polvo en el aire,
el
trabajo del tiempo deteriorando todas las cosas,
las
moléculas que poco a poco mutan alrededor.
Antes
de que se apague el último tono, escucha las voces de las que huye.
El
sonido del catéter aspirando la mucosidad de los bronquios.
El
zumbido constante del electrocardiograma.
Por
la ventana, los coches emergen del otoño con los faros encendidos, el agua de
los aspersores centellea en medio del calor.
No
hay castigo para el crimen porque nadie puede hacer justicia.
Sabe
que esta ciudad está construida sobre acciones que nada tienen que ver con la
ley.
Y
que el hombre que está en la cama es su víctima.
La
delincuencia adquiere aquí un rango político, la información no es inocente, la
medicina es un instrumento de dominación.
El
poder es tan misterioso que cabe preguntarse quién manda en el poder.
En
los intervalos de nubes, el nombre de una entidad bancaria flota como un
satélite.
Y
la frase que hay escrita debajo de ella, tiene la caligrafía de un ministro
obeso: Gracias por confiar en nosotros.
El
coma ha hecho perder a ese hombre todos los rasgos humanos:
abre
los ojos para no ver nada,
bosteza
como un animal indefenso,
tiene
heridas sobre las que no puede sentir ningún dolor.
Todo
lo que él fue ha sido borrado.
Lo
cuidan aquellos que atentaron contra él, que fueron sus verdugos.
El
silencio sobre lo que pasó nos convierte a todos en culpables, porque el
destino de este país es hacer culpables incluso a las víctimas.
Una
enfermera lo alimenta por la cánula que tiene abierta en la garganta.
Cualquiera
que lo vea, menos ella, puede relacionar su extrema delgadez a la de aquellos
cadáveres apilados en los campos que nos nuestra la televisión.
La
conciencia de este hombre es solo una serie de sacudidas nerviosas.
Él
vuelve a oír todo esto a través del teléfono como cada vez que marca el número
de esa casa deshabitada.
Sabe
que se ha vuelto loco de tanto buscar alguna respuesta.
Quiere
huir.
Sale
a la calle y toma un taxi.
No
atraviesa la ciudad sino su vida.
Escucha
la voz fantasmal de los médicos, la palabra morfina,
la legitimación de la muerte.
Diego Doncel. El fin del mundo en las
televisiones. Visor, 2015.
Imagen: Pedro Luis Raota.