IV
Una vez me lanzaron allá arriba
donde nacen los depredadores.
Yo era un cobarde porque maldecía ser oruga
y tenía espanto de ser roble.
Me negaba a que me azotaran los vendavales.
Entonces fui un elegante y respetado ejemplar de saco y
mocasines.
De posesión me dieron
una mujer convulsa
y ninfómana,
dos hijos que se mutilaron las alas
para quedarse anclados en el sillón de la sala
como viejos barcos de piratas
sin doblón de oro en sus entrañas
y un hermano que se fue.
Mi trabajo era arrancar uñas, taladrar dientes y romper
testículos.
Dios guiaba mi mano
¿Quién iba a negar el poder de Él?
Yo era lo que Dios quería que fuera,
eso dijo mi guía espiritual.
Era milagroso escuchar las confesiones
con sólo enseñarle una bolsa plástica o el sonido del
taladro.
El sonido era como el ronroneo de un gato que precisa de
cariño.
Y la bolsa, una capucha diáfana para medir el valor.
A veces los gritos me transmitían mucha fatiga,
pero nada era en vano, porque siempre había un nombre o
un número
que me despertara misericordia.
Esthela Calderón. Los huesos de mi abuelo, 2013. En El
consumo de lo que somos. Muestra de poesía ecológica hispánica contemporánea.
(Ed. Steven F. White). Amargord, 2014.
Imagen: Dino Valls
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