Los niños ¡ay! como pajaritos de las nieves,
sobre los campos estériles
sobre el cemento de las ciudades,
al pie de las montañas y de los cuarteles,
bajo los cielos mueren…
Más de un millón de niños, cada noche
muere en los campos, en las calles,
sin que nadie,
-¡oh santo Padre de Roma!- sin que nadie
les tienda una mano, les ofrezca
un mendrugo de pan o un cacillo
de leche. Un millón de niños cada día
muere en Angola, en Sudán, en Etiopía,
en Perú, en Méjico o en la civilizada Europa.
En Europa también, Santo Padre de Roma,
mueren niños de hambre,
porque no hay para todos
ni pan, ni arroz, ni leche, ni unos pocos centavos,
para salvar a un niño que se muere de hambre
en el mundo, Santo Padre de Roma.
Prohibir el amor es pecado. Tan pecado
como tener hijos y que se nos mueran de hambre
en los brazos y que se nos caigan muertos,
como pajaritos de las nieves, como copos
de nieve oscura y silenciosa
hasta cubrir la tierra
de niños muertos. ¿Qué podemos hacer
Santo Padre de Roma, para que los niños
no se nos mueran de hambre,
sin pecar contra tus mandamientos,
oh Santo Padre de Roma,
que nos invitan a tener hijos para el cielo?
¿Hay cielo para los niños que se mueren de hambre,
Santo Padre de Roma?
Victoriano Crémer. La
paloma coja. C.E. L. Y. A., 2002.
Imagen: James Nachtwey. Refugiados en la frontera de
Serbia y Croacia, 2015.
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