(Prometeo
en camino. Se aleja de los enormes barracones en los que ha vivido…).
PROMETEO.– Ya sólo me falta
despedirme de vosotras. Os siento mirándome desde la oscuridad, como a un viejo
amigo, como a un compañero que se va. Oh, ratas, vosotras habéis entonado
conmigo la canción del hombre. Oh, grandes ratas furiosas y cobardes, que me
habéis disputado el pan, que habéis mordido mis sueños.
Temblorosas hijas de la
angustia, estremecidas en el aliento húmedo de la tierra. Huyendo del hombre
que levanta la cabeza, mordiendo negramente los cadáveres. Desatando el corazón
de la tierra con sucias galerías. Robando de la luz los frutos podridos, la
carne apagada. Royendo la estela del hombre, arrastrándole por pirámides
inversas. ¡Diosas injustas, negativas! Cuando la gran rata, madre de Júpiter,
haya comido la cabeza del último hombre, un horrible definitivo cubrirá toda la
tierra. (Pausa).
Ahora tengo que cruzar la
frontera de esta tierra sucia y encaminarme hasta el Cáucaso, para que se
cumpla mi destino. Los dioses quieren que prepare cuidadosamente el suicidio
del hombre que llevo dentro, y yo estoy de acuerdo, puesto que en mi carne no
cabe ya el dolor. Pronto no seré sino la inmensa oquedad de un dios, un hombre
desecado, una forma sin peso.
En la cumbre debo esperar el
nuevo mensaje de los dioses. Desde el Olimpo, promontorio oscuro de la tierra,
se decretarán los nuevos dolores que como dios debo sufrir, ya que los humanos
están cumplidos. Allí, en la alta cumbre donde los átomos se hacen cristal, y
los dioses apenas proyectan una leve sombra, voy a esperar su decisión. Sea lo
que sea, tendré que estar siempre con los ojos bien abiertos, pues de lo
contrario seré devorado por las ratas celestes. En la madriguera del Olimpo,
hay miles de ratas transparentes y blancas que tienen hambre de mí y que dan
saltos feroces esperando el festín.
Por encima del horizonte de
ratas que ahora me cercan, quiero deciros mi último mensaje. Tengo ya prisa, y
las palabras no pueden ser muchas.
Oh, mortales (se dirige ostensiblemente al público).
¿No sentís sobre vuestras cabezas la galopada de las ratas celestes hacia la
cumbre? Escuchadme, si su grito inmundo os lo permite. Escuchadme, mientras
cumplo mi camino. Escuchadme:
“Bienaventurados los que se
quemaron con fuego, porque ellos conocen la verdad”.
“Bienaventurados los que
labran la tierra, porque ellos saben dónde están las raíces”.
“Bienaventurados los que
trabajan la mina, porque ellos conocen el sol”.
“Bienaventurados los
perseguidos y los fugitivos, porque ya son libres”.
“Bienaventurados los
muertos, porque nunca tendrán que mentir”.
“Bienaventurados los hombres…”.
(La
voz de Prometeo deja de ser audible poco a poco mientras se aleja).
Luis Martín Santos. Prometeo, 1970. La Tarasca, 2000.
Imagen: Max Klinger. La abducción de Prometeo, 1894.
"Quien no posee la palabra es condenado de inmediato. Quien la posee vive en un perpetuo aplazamiento de la condena".
ResponderEliminarRoberto Calasso, "Las bodas de Cadmo y Harmonía".
Salud!... y a empujar la roca ladera arriba.
La lucha por la posesión de la palabra es una de las denominaciones más acertadas de la lucha de clases. Salud!
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