A nadie le convence su rostro estropeado
por las brumas agoreras del último invierno.
Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas
y de los libros sin un porqué discernible.
Es el apestado que sobrevive a su propia
y profunda mala suerte.
No hay otro procedimiento que verle llorar
cuando se esconde
al paso del amigo, después frota sus ojos
y sobrevendrá la noche.
Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,
con solo hacer burla de sus piernas que no existen
tampoco o con susurrarle a la oído un nombre de niño
sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida.
Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón
y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada
con el desangelado dragón de la memoria.
Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría
de países que limitan al norte
con su sangre, de la Tejera
y Ceide, de los muertos que se le han adelantado
en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos
para mejor destruirlo todo cuando vienen.
No grita su pesar, únicamente dice adiós
a quien merodea su desidia,
se levanta entre pausas y murmura
un nombre: M. bañado en lágrimas.
Sin embargo, no desea nada, ni el abandono
que es justo y acertado buscar al final de un viaje,
ni los labios más rojos que el amor ha dibujado
una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo
oficio de los cuerpos.
Es el personaje que tose desde su silla
ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío.
Nos ha mirado con pena y nos señala
por casualidad las flores.
Luis Miguel Rabanal. Que llueva siempre. Huerga y Fierro, 2020.
Imagen: Semión Agroskin
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