lunes, 18 de enero de 2021

UN HOMBRE QUE DICE ADIÓS


 

A nadie le convence su rostro estropeado

por las brumas agoreras del último invierno.

Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas

y de los libros sin un porqué discernible.

Es el apestado que sobrevive a su propia

y profunda mala suerte.

 

No hay otro procedimiento que verle llorar

cuando se esconde

al paso del amigo, después frota sus ojos

y sobrevendrá la noche.

Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,

con solo hacer burla de sus piernas que no existen

tampoco o con susurrarle a la oído un nombre de niño

sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida.

Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón

y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada

con el desangelado dragón de la memoria.

Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría

de países que limitan al norte

con su sangre, de la Tejera

y Ceide, de los muertos que se le han adelantado

en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos

para mejor destruirlo todo cuando vienen.

 

No grita su pesar, únicamente dice adiós

a quien merodea su desidia,

se levanta entre pausas y murmura

un nombre: M. bañado en lágrimas.

Sin embargo, no desea nada, ni el abandono

que es justo y acertado buscar al final de un viaje,

ni los labios más rojos que el amor ha dibujado

una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo

oficio de los cuerpos.

 

Es el personaje que tose desde su silla

ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío.

Nos ha mirado con pena y nos señala

por casualidad las flores.

 

 

Luis Miguel Rabanal. Que llueva siempre. Huerga y Fierro, 2020.

Imagen: Semión Agroskin

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