Baruch de Spinoza se suicidó
una noche de 1985 de un tiro en la cabeza.
Apareció
vivo muchos años después, al comenzar los abismos del nuevo milenio.
Dicen que se volvió loco en
el reino de la muerte, y que huyó de allí.
Desde
entonces ocupó un sitio miserable en el lugar que habían liberado algunos
proscritos.
Bebía con ellos vodka
barato.
Aparecía
caminando bajo letreros luminosos con los pantalones llenos de cercos de orín.
¿Quién
soy yo en medio de estas enormes mutaciones del dinero?, se preguntaba.
¿Quién
soy en medio de este tiempo medido por la industria, de esta producción en
masa, de la extensión de este imperio?
Era
viejo y tísico, y estaba solo.
Parecía
un hombre con el rostro perdido como un Baucis
Lanscape de René Magritte.
La
ciudad, para él, era solo el pensamiento de los especuladores comerciales.
La
política, una mercancía que ni siquiera reclamaba el sueño del cambio hacia
algo mejor.
No
poseía nada, solo el ruido de su cerebro.
Vivía
el espectáculo de su propio pensar.
Bajaba
cada tarde por la rampa hasta tenderse detrás de las barreras del paso
subterráneo.
El
colchón olía a los gases de los motores, a las luces de los faros, a las ropas
de los gitanos del Este.
Nunca
lograba dormir. Su insomnio tenía la naturaleza de una de esas peleas de
jóvenes antes de acercarse a por su dosis de metadona.
Oía
risas arriba saliendo de las franquicias de espectáculos nocturnos.
Miraba
el viento, con sus reflejos de aluminio, agitando las farolas como en una
película de ciencia ficción.
Veía,
sin embargo, cosas nuevas donde la gente solo ve los restos de mundos que se
derrumban.
Descubría
las imágenes del futuro en los rostros dormidos de los que estaban a su lado.
No
paraba de llorar pensando en la revolución.
Ahora
tiene el nº 27-009 en una planta de hornos crematorios.
Su
cuerpo, que encontraron con los ojos abiertos, se ha reducido tan solo a una
operación de salud pública.
Es
algo perdido en una caja de cartón corrugado que se desplaza por una banda
transportadora.
Un
cadáver anónimo que nadie reclama.
Los
operarios proyectan sobre él gas natural a altas temperaturas.
La
carne es vaporizada y oxidada, los gases descargados por un sistema de escape.
Al
cráneo, dada su consistencia, se le pasa un rodillo.
Después
alguien pulveriza los huesos hasta convertirlos en un puñado de granos de
arena.
Había
escrito que cada hombre completa a los demás hombres y que la política era la
necesidad que un hombre tenía de ser el otro, uno de sus semejantes.
Las
gotas de rocío que él contemplaba al amanecer seguían aquella mañana sobre la
carrocería de los coches.
Él
pensaba que esas gotas de rocío eran un cristal pulido donde se reflejaba el
mundo, en las que alguien podía reconciliarse con la belleza.
Diego Doncel. El fin del mundo en las televisiones.
Visor, 2015.
Imagen: René Magritte. El paisaje de Baucis, 1966.
Leo y releo...
ResponderEliminarEntonces es que puede tener algo.
ResponderEliminarUn tiempo de carne y hueso, sin viceversa.
ResponderEliminarSin embargo, hay en el fondo del poema cierta estética de la derrota que no sé, no sé… Podría ser una trampa peligrosa.
ResponderEliminarEso, la posible existencia de una trampa, dependerá del lector, pienso yo. Pero sí, hay en este poema algo circular e inquietante, más allá de su manifiesta escatología. ¿Y esa fecha, 1985?... En dicho año se suicido uno de los tripulantes del bombardero que arrojó una bomba atómica sobre Nagasaki, pero no se disparó, se ahorcó. Ese mismo año también se suicida, esta sí de un tiro en la sien, Marta Lynch, escritora argentina. Sin embargo, me parece que dicha fecha está directamente relacionada con el autor... Un tanto críptico sí que es el poema, en ello reside parte de inquietante atmósfera. Claro que, decir todo esto no es decir gran cosa.
ResponderEliminar1985 podría ser una fecha personal, aunque yo más bien pienso que se trata de algún hecho histórico también, no sé, quizás un símbolo de la posmodernidad y la muerte de toda ética, individual o colectiva. Los 80 fueron los años de la llamada “movida”, cuando la mayoría andaba bailando despreocupada del avance y toma de posiciones del enemigo macroeconómico y neoliberal. Con la trampa me refiero a esa imposición que denuncia Gopegui del imaginario colectivo que solo acepta en el arte y la literatura posiciones radicales cuando están teñidas de desencanto y fracaso. Y, si la lectora solo percibe ese horizonte, es difícil que pueda construir otros mundos posibles, ficticios o no. Salud.
ResponderEliminarPues estoy de acuerdo con ambos, contigo y con Gopegui. Pero como decían Golpes bajos: Malos tiempos para a lírica.
ResponderEliminarSalud