El corcho de los años nos rodea
machacón, nos insensibiliza,
nos protege del mundo,
nos aísla.
La muerte ajena a cierta edad es ya
insistente costumbre recurrente
que no sorprende y, aunque duela,
ya no nos impresiona.
Pero hay muertos y muertos.
Todos somos distintos, cada cual
es cada cual, diverso, diferente,
todos irrepetibles. Pero hay muertos
y muertos.
Si alguien fue independiente, ese fue Chicho.
Si alguien fue generoso, ese fue Chicho.
Si alguien fue desprendido, ese fue Chicho.
Si alguien no doblegó la cerviz nunca,
si alguien no permitió que pensaran por él,
si alguien plantó cara a la injusticia siempre,
a las tramas y engaños,
si ha existido alguien único, ese fue
Chicho Sánchez Ferlosio.
Nunca quiso aprender a someterse
a las reglas del juego, de este juego
sin principios ni fin justificable
que nos engloba y nos tritura.
Regaló su talento a manos llenas,
derrochó corazón como si nada,
huyó del triunfo, rechazó el sistema,
eligió la amistad, la inteligencia,
los rumbos sin marcar,
las tierras sin cercar,
las gentes sin domar,
el campo abierto.
Entre la corrupción, la falsedad, la servidumbre
fue íntegro, fue auténtico, fue libre.
Era de ley, no de la ley;
creía en la justicia, no en sus profesionales;
apoyaba a los débiles, les buscaba los fallos a los
fuertes.
Aborrecía la cosmética, el perfume
del disimulo, la máscara
tramposa.
Ni la riqueza le atraía ni le asustaba la pobreza,
y aunque de casa bien, pasó muchos apuros
en muchas ocasiones.
No le gustaba el mundo que le toco en herencia
porque lo conocía, y cuando eligió otros
fue siempre a contratiempo,
y de los que no estaban permitidos.
No encajaba en las hormas.
Le sacaban de quicio los abusos.
Le repelían los solemnes,
congeniaba con los sencillos.
Fue siempre, en el sentido mejor de la palabra,
bueno, fue buena gente
hasta las cachas.
Eso a lo que llamamos corazón,
la ternura, el cariño, la entrega, la bondad,
no en palabras, en actos,
presidió su quehacer.
Ni pasaba la cuenta ni guardaba rencores;
ni toleraba imposiciones, ni imponía.
Creía que las cosas deben ser
de quien más las aprecie
y lo practicó siempre con las suyas.
Siendo hijo de quien fue,
y llevando por nombre José Antonio
Julio Onésimo, pronto
se quedó sólo en Chicho
y le bastaba.
Y a nosotros también,
a los que disfrutamos del regalo
de ser amigos suyos,
nos basta con su nombre: esas dos sílabas
por las que respondía alguien irrepetible,
alguien que ya no está
pero que va a seguir acompañándonos
mientras el cuerpo aguante.
Jesús Munárriz. Materia
del asombro. Hiperión, 2015.
Fotografía: Chicho. Juan Miguel Morales
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